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Minuto y medio

ILUSTRACIÓN: PINI ARPINO.

A las 10 horas, 22 minutos y 10 segundos de ese lunes, se despertó con los ojos llenos de lagañas. No había pasado una buena noche, muchos sueños raros giraron en su cabeza. Se sentó en la cama y rápidamente miró hacia la mesa de luz para ver si el objeto estaba allí. Con mucho dolor comprobó que alguien se lo había llevado. Costara lo que costase, tenía que recuperarlo.

A las 10 horas, 22 minutos y 18 segundos bajó silenciosamente de la cama. Sus pies descalzos sintieron el frío del piso, pero no fue un obstáculo para comenzar la búsqueda. Se refregó los ojos, porque su habitación estaba bastante oscura, y avanzó en puntas de pie, rumbo a la puerta. La penumbra hizo que pisara sin querer un pato de goma tirado en el parquet. El sonido chillón retumbó con firmeza. Invadido por el temor, se detuvo a mitad de camino. Hizo silencio, solo para comprobar que nadie se hubiese percatado. Decidió seguir.

A las 10 horas, 22 minutos y 33 segundos empezó a descender la escalera que separaba los dormitorios del resto de la casa. Mirando hacia todos lados, fue bajando los escalones uno tras otro. Al llegar al penúltimo peldaño, un frío espectral invadió su cuerpo: el ringtone de un celular sonó en el living. Atendió una voz femenina. Se quedó quieto, helado de temor. Por el tono, comprobó que esa persona estaba enojada y le reclamaba a su interlocutor algo relacionado con el objeto que estaba buscando: “Tenemos que ponerle punto final a esto. ¡No puede seguir así!”, dijo ofuscada. La tensión aumentaba.

“A las 10 horas, 22 minutos y 18 segundos bajó silenciosamente de la cama”.

A las 10 horas, 22 minutos y 52 segundos la mujer terminó la llamada y abandonó el living. Era el momento ideal para comenzar a buscar allí, pero debía moverse con extrema cautela porque se oían voces en otro sector de la casa. Y sonaban poco amigables. Se desplazó lentamente, con su cuerpo pegado a la pared hasta llegar a los sillones de formato en ele. Revolvió los almohadones sin éxito y continuó en la alfombra, la mesa ratona, por debajo del equipo de música. El objeto seguía sin aparecer.

A las 10 horas, 23 minutos y 5 segundos percibió que el grupo de gente invasora se estaba retirando. La mujer que había atendido el celular los acompañó hasta la puerta. Debía incursionar raudamente en la cocina y continuar la pesquisa. Allí revisó todos los rincones antes de que el enemigo retornara al campo de batalla. Cuando estaba por desistir, levantó la vista y lo encontró. Estaba en el último estante de la alacena, casi pegado al techo. Se estiró cuanto pudo, pero no llegó. Jugado por jugado, arrastró una silla y trepó hasta la mesada de mármol. El objeto ahora estaba en sus manos.

Fue en ese preciso momento cuando escuchó el grito que paralizó hasta la última célula de su cuerpo: “¡Qué hacés, Juan Ignacio… Ya te he dicho que nunca más uses eso!”.

A las 10 horas, 23 minutos y 40 segundos de ese lunes, exactamente un minuto y medio después de haber iniciado la búsqueda, Juan Ignacio agarró con fuerza su chupete, se lo puso en la boca, saltó de la mesada y picó como Flash hacia el patio, perseguido tenazmente por su madre. 

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