ILUSTRACIÓN: PINI ARPINO.
Cuando tenía 24 años compré una moto usada. Muy usada. Una Gilera roja de 50 cc. Lo curioso es que nunca había manejado una moto. Ni siquiera me gustaban. Sin embargo, la compré siguiendo un impulso emocional: por primera vez era dueño de un vehículo.
Hice negocio con el novio de una prima segunda. Pagué 1000 pesos en esa época, unas 30 lucas de hoy. El ciclomotor venía flojo de papeles. En realidad, no tenía ninguno, no porque llegara del submundo ilegal, sino porque se fueron perdiendo. Al menos, eso dijo el novio de mi prima, junto a fuertes argumentos de venta: “Nunca me dejó a pata, ratea bien, consume poco”, a los que sumó un terminante “Además, humea blanco”, pensando que estaba frente a un avezado motociclista. Le respondí “Buenísimo”, poniendo brazos en jarra como si fuera Valentino Rossi, el italiano campeón mundial en la especialidad.
La moto descansaba en un corralón barrial. Fuimos a buscarla con mi amigo Alfredo, que había manejado una moto alguna vez. Llegados al corralón, un viejito nos dijo “Es esa, la rojita llena de tierra”, indicando con el mentón. Le sacamos un poco el abundante polvillo y la pusimos en posición de largada.
Empezamos a patear el arranque, tratando de que el motor comenzara a ronronear de una buena vez. Una, dos, diez, veinte, cincuenta patadas y no hubo dios ni diablo conocido que fuese capaz de hacer arrancar a esa mal nacida. “No arranca”, dijimos al unísono como si acabáramos de descubrir la fórmula de la Coca-Cola.
Al vernos en tan desfavorable situación, el viejito del mentón nos sugirió “¿Por qué no se la llevan al Toto? Él sabe un montón”. Y hacia allá fuimos.
“Estoy convencido de que las grandes victorias se logran perdiendo batallas”.
El Toto resultó ser un personaje enigmático. De entrada supimos que no era mecánico. Su rostro parecía el del Doctor Milagro cuando no encuentra solución para sus enfermos: ojos saltones, mirada al vacío y dedos en nerviosos movimientos. En el garaje no se veían otras motos. Al darnos la mano, dedujimos que se ponía crema con ácido hialurónico cada media hora. “Este no ha tocado un motor en su vida”, dijo mi amigo. Pidió que la dejáramos y volviésemos en una semana.
Volvimos el día pactado y, antes de pagar 500 pesos por el arreglo, nos dispusimos a ponerla en marcha. “No se olviden de accionar el botón de contacto”, nos dijo Toto, y ahí entendimos la jugada: antes no había arrancado porque no tocamos el bendito botón.
Con 500 pesos menos en mi patrimonio y luciendo el diploma de pelotudo bajo el brazo, llegamos con la moto hasta el domicilio estudiantil de barrio Güemes. Fue el primer y único viaje que hice, nunca más la usé. Pasados cuatro meses, otro pariente me la compró en 800 pesos, la mitad de lo que me había costado.
Estoy convencido de que las grandes victorias se logran perdiendo batallas. Es bueno equivocarse y aprender. Hacer cosas sin pensar tanto, experimentar. La moto roja, más que una experiencia, fue una muestra de la libertad que sentíamos cuando éramos jóvenes y la vida era eternamente maravillosa. Y aunque me haya costado algunos pesos, comprobé que esa sensación no tiene precio.