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Jugale al 22

Si alguna vez se me ocurriese conquistar la luna, lo intentaría con una banda de poetas. Juntaría a todos los enamorados de los versos cadenciosos y armaría una fila mirando al cielo, para treparlo en forma de escalera. En quince minutos haríamos lo que le llevó una semana a la Apolo 11.

Si alguna vez me pidiesen que explique qué es la inocencia, imprimiría una foto con todos los bebés que nacieron hoy. “Aquí tienen –les diría–, es el único lugar donde la maldad se fue al descenso”.

Y si alguna vez tuviese que armar un ejército, reuniría a todos los locos lindos y pondría a Cachito Sagardoy como comandante en jefe. En lugar de bayonetas calarían barriletes sin cola, elegirían caramelos antes que balas y las guerras se convertirían en carreras de embolsados. Jamás apretarían un botón nuclear, mandarían drones a explotar escuelas ni jugarían a los dados con granadas.

Porque Cachito, hijo de María Sagardoy y padre desconocido, nació con parálisis cerebral en el hospital de Sampacho, mi pueblo, pero no tenía ni un pelo de zonzo. Iba a todas las fiestas, sonreía con cancha y, si lo animabas un poco, te cantaba Gitana rusa, Volver y El día que me quieras encadenados como un solo tema.

“CACHITO ENGRANABA FÁCIL CUANDO ALGÚN VIVO LO MOLESTABA, PERO ÉL ERA FELIZ EN SUS NUBES”.

Siendo niño, su madre se casó con alguien al que le decían “Cinquito”. ¿Sabés por qué? Porque vendía todo fraccionado a cinco centavos. Si le pedías cinco de azúcar, te la entregaba envuelta en papel de estraza; “Dame cinco de vino, Cinquito”, y te pasaba un vaso con dos tragos de Córica; por cinco de pan, te daba cuatro bollitos y una rasqueta.

Cachito engranaba fácil cuando algún vivo lo molestaba, pero él era feliz en sus nubes. “Dame un pucho, pariente”, te tiraba al pasar. Viajaba por las calles con su acordeón de fuelle roto, que solo expulsaba aire, mientras tarareaba milongas de letras indescifrables. 

Por las tardes lo veías venir con la cabeza gacha, oblicua en relación al piso y llena de divertidos pajaritos. Entonces le hacías la gran advertencia: “Cachito, me dijeron que anoche bailaste con mi hermana… no te pasés de vivo, ehhh…”. Y él, dominando el universo, no podía ocultar su sonrisa: “Sabés qué pasa… ¡está enamorada de mí…!”.

Con su flácido bastón, que le daba un aire chaplinesco, recorrió todas las calles del pueblo. Cachito quería ser comisario, como el cabo Tijereta; soñaba ser cantor como Julio Sosa; aspiraba a ser reportero como Cacho Vicario o mozo en La Parrillita. Y no quería que las enfermeras del Hospital Vecinal le exigieran un baño diario. 

A los 81 años, levantó su vara de He-Man y remontó vuelo como Mary Poppins, para irse a jugar con barriletes cósmicos y estrellas fugaces, para ver la luna rodando por la San Martín, correr junto a elefantes fucsias por encima de los techados, bailar milongas que se escapan de su armónica desdentada y reírse de nosotros, que suponemos estar cuerdos, pero vivimos encerrados en nuestros propios muros. 

Por eso, vos que sos quinielero de alma, en la nocturna de Navidad jugale al 22. Dicen que es el loco, pero con Cachito se equivocan. 

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