Diariamente se puede observar en medios masivos, sitios digitales o informes para determinados segmentos, centenares de investigaciones que reflejan distintas facetas sobre las personas. Análisis profundos que exploran su comportamiento, sus hábitos, sus niveles de ingresos, cómo se comunican, qué hacen cuando van al súper, cómo eligen la mayonesa o el papel higiénico, cuánto tiempo libre tienen, qué red social están usando, cuáles son sus gustos en comidas, perfumes, películas, autos o posiciones sexuales. Incluso investigan hasta la basura que tiran.
Datos actitudinales que permiten conocer el detalle de un cuerpo social en constante mutación y cada vez más fragmentado en pequeñas tribus.
A ello sumémosles las nuevas coordenadas de datos invisibles que generan los algoritmos de las plataformas digitales, montañas de informes que caen en manos de vaya a saber quién –en realidad lo sabemos– donde se develan gustos personales e íntimos a nivel de preferencias sociales, políticas, ambientales, deportivas y sexuales.
Ahora bien, en esa enorme maraña de datos fríos, nunca encontré una investigación para determinar cuántos “buenos tipos” hay en cada ciudad o país. También me pregunto si es necesario, ya que si no la han hecho, es porque nadie la solicitó. O a lo mejor sí, pero no se difunde.
“Qué lindo sería poder contarlos y saber que el mundo guarda la esperanza de ser mejor mientras ellos existan”.
Personalmente me sigue persiguiendo esa saludable inquietud de saber cuánta buena gente nos rodea. No la del falso gesto ampuloso y el abrazo superficial, ni aquella de verba prodigiosa y envolvente, aunque dudosa, sino esas personas que son buenas de verdad.
Las que apoyan causas nobles aunque sepan que están perdidas, las que dan todo sin reclamar algo a cambio, las que son capaces de arrepentirse y pedir perdón cuando se equivocan, las que nunca mienten aunque las traten de buenudas, las que cuando te abrazan sentís que su afecto te perfora, las que rechazan un soborno vergonzante, las que devuelven la guita que encontraron porque saben que pertenece al esfuerzo de otro, las que discuten para ser mejores y no solo para tener razón, las que no se ocultan, las sinceras, las honestas, las que no tienen vergüenza de sentir vergüenza.
El título de “buena gente” es algo que no se compra ni se consigue en ninguna universidad, solo lo conceden los valores que se persiguen y las actitudes que se asumen. Confucio tenía una buena frase: “No todos podemos ser ilustres, pero sí podemos ser buenos”.
Desconozco si a las consultoras, a las empresas de recursos humanos o al marketing moderno en general les interesa conocer ese número. Pero la gente común disfrutaría teniendo un ranking de los buenos. Qué lindo sería poder contarlos y saber que el mundo guarda la esperanza de ser mejor mientras ellos existan. Tengo la certeza de que son muchos más de los que creemos. Y ese simple dato sería un baño de oxígeno, al menos para poder seguir respirando entre tantas noticias tóxicas que interesadamente nos traen los medios y la tristeza de una pandemia que no tiene ganas de abandonar el barco.