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A las cinco en punto

No importaba qué tipo de película estábamos viendo. El “muchachito” siempre copaba la parada. Podía ser una historia de guerra, de vaqueros, de aventuras en la selva, de espadachines o una policial furiosa; podía tener un argumento ingenioso o copiar clichés; podía ser en blanco y negro, o en tecnicolor; pantalla chica o cinemascope; podía ser cualquier cosa, pero en todas el “muchachito” emergía como un titán poderoso que triunfaba al final. 

Amparados por la oscuridad de la sala, pero envalentonados como los superhéroes de Avengers, alentábamos con inusitado entusiasmo cada vez que él aparecía. 

El muchachito estaba condenado a ser bueno, profesar la fe religiosa con absoluta sumisión, ser casto hasta la virginidad y nunca calzar un faso entre dedos índice y mayor. Muy pocas veces lucía bigote. No tenía egos, complejos ni manías. Casi siempre actuaba de manera individual y en defensa del bien colectivo. Si estaba casado, amaba a su familia; si era soltero, no era mujeriego; si tenía novia, no dormían juntos; y salvo el cachetadón que Glenn Ford le dio a Rita Hayworth en Gilda, nunca golpeaba a una mujer. Al contrario, cuando decía algo incorrecto, las damas tenían el derecho de avergonzarlo y ponerlo en vereda. 

El muchachito era incapaz de meter la mano en la lata, se bancaba las injusticias respondiendo siempre a la ley y sudaba la gota gorda durante nueve de los diez rollos que duraba la película. Los villanos lo humillaban en patota porque no eran machos como él, pero al final sacaba pecho, tapaba las heridas con dos curitas y vencía al patovica mal llevado sopapeándolo con una sola mano: a esa altura solo podía ofrecer la resistencia de un bizcochito Canale. El premio era quedarse con la chica más linda de Hollywood y estremecerla con un truchazo antes del “The End”.

“Ese grito heroico era nuestro estandarte de la alegría, señalaba el comienzo de una nueva aventura”.

Cuando éramos chicos y el único problema que ocupaba nuestra cabeza era no tirar la pelota al patio del vecino, esperábamos que el muchachito llegara con la función de los domingos a las cinco de la tarde. En mi pueblo, los domingos no había luz hasta que comenzaba el cine. 

A las cinco en punto, cuando la sala estaba completa, la usina ponía en marcha el dínamo, y la corriente empezaba su recorrido para llegar hasta la lámpara principal, en el centro de la sala. Esa lámpara iniciaba su encendido con la misma lentitud que un caracol tarda en recorrer un metro. 

Y allí se producía uno de los momentos épicos más gloriosos que registra mi memoria infantil: todos, chicos y grandes, hombres y mujeres, empezábamos a zapatear en el piso de madera del cine al grito sagrado de “¡¡Luuuuuuuuzzzzz!!”, que solo se acallaba cuando la lámpara completaba su carga e iluminaba el salón. 

Ese grito heroico era nuestro estandarte de la alegría. Señalaba el comienzo de una nueva aventura y el ingreso a vivir historias de ficción que nos derretían el cerebro como un helado al sol. 

Con rigurosidad matemática, cada siete días, se repetía esa gesta de apoyo al advenimiento de la luz. Y el muchachito nunca faltó a la cita. 

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