back to top

Las clases

En oportunidad de un reciente encuentro profesional, se acercó a mí un prestigioso científico a quien solo conocía de nombre. Me dijo: “Es un gusto saludarlo, porque siempre recuerdo sus clases. Es más, ellas despertaron mi interés por la ciencia a la que decidí dedicar mi vida”. Como todos los docentes, he tenido numerosas experiencias similares a lo largo de mi dilatada carrera. Eso me llevó a reflexionar acerca del valor de las clases presenciales, práctica que, junto con el entrenamiento de la memoria, debe ser una de las más execradas por la moderna pedagogía. Efectivamente, hoy resulta intolerable pretender que alguien se siente a escuchar a otra persona. Una actitud calificada como “pasiva” y, obviamente, vista como autoritaria. ¿Por qué escuchar a otro para aprender?

Anécdotas como la comentada desmienten esos juicios condenatorios. Escuchar razonar a una persona recurriendo a las herramientas que le da su saber específico –que eso es lo que hace el docente frente a sus alumnos cuando habla– no tiene nada de pasivo, aunque ver la escena pudiera así indicarlo. Quien escucha compromete su atención, y con ella va todo su ser, en esa tarea de interpretación y, por qué no, de descubrimiento. Durante una exposición oral se establece un contacto estrecho entre dos personas: la que habla y quien escucha. Aunque esté rodeada por muchas otras, es a esa persona singular a quien se dirige el docente.

“El propósito de una clase no es transmitir información, sino mostrar cómo esa información se transforma en conocimiento”.

Una buena clase o una conferencia no se limitan a una simple lectura mecánica de notas o, como es la tendencia actual, a una sucesión de soporíferos textos proyectados en penumbras. Una buena clase es una suerte de danza en la que expositor y oyentes observan, responden e intercambian energía e inspiración en torno a un saber. El propósito de una clase no es transmitir información, sino mostrar cómo esa información se transforma en conocimiento. En un acto de exposición total, con su intelecto y su emoción el maestro busca influir sobre el intelecto y la emoción de sus alumnos. Plantea a quienes aprenden nuevos interrogantes, les descubre conexiones y perspectivas que no habían considerado previamente, abriendo inesperadas posibilidades acerca de cómo trabajar y vivir. Logra hacer que el tema adquiera vida propia y que aparezca como algo digno de ser conocido por sus propios valores, más allá de las ventajas utilitarias que pueda tener para el alumno.

A propósito del cierre de las escuelas durante la pandemia, el escritor italiano Nuccio Ordine comentó: “¿Cómo evitar la ruptura total entre profesores y estudiantes? La única posibilidad son los cursos a distancia, telemáticos. Yo soy contrario a esa enseñanza, pero entiendo que es la única posible ahora. Sin embargo, escucho a rectores de universidad y pensadores que dicen que el coronavirus es la oportunidad de aprender, que el e-learning es el futuro. ¡Menuda sandez! 

Transformar la educación de emergencia en la normalidad es muy peligroso. La verdadera enseñanza no es virtual, sino en el aula, con el profesor mirando a los ojos del estudiante. Solo la mediación física, la palabra del maestro en clase, puede cambiar la vida de los estudiantes”. Estas líneas comenzaron con uno de tantos ejemplos de esa influencia vital.

NOTAS DESTACADAS:

Las palabras y el tiempo

Varias veces dijimos que el español es una lengua...

Guardapolvos blancos

El guardapolvo o delantal blanco no es solo el...