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El centro del universo

Fernando Medeot

El niño que fui tiene esas cosas. Siempre creyó que era el centro del universo. Por eso no olvida sus emociones y recuerda selectivamente los momentos de su vida. Se le mezclan instantes de gloria, de alegrías intensas, con otros de agudas tristezas o sucesos tan banales como insignificantes. Su cerebro dejó de ser un disco duro de alta precisión y se convirtió en un engranaje de dientes gastados, que funciona según la intensidad de los estímulos. 

El niño que fui sabe que su vida quedó marcada a los once años, con la muerte de su madre. Aprendió a conocer los espacios vacíos y las ausencias que no se reemplazan. Sabe que disfrutó muy poco su presencia, que no hay remedio que cure el alma ni consuelo que transforme su sonrisa en una expresión sincera de sus sentimientos. Entiende que debe aceptar el dolor, aunque la llaga no cicatrice jamás.

El niño que fui vuelve a caminar entremezclado en olores, sabores y sonidos que se han grabado en su memoria. Y él mismo se ve entre mucha gente grande, forzado a tener una mirada ascendente, tratando de registrar sus gestos, tan diferentes. En su camino hay olor a sopa rica, sabor a maní japonés y sonido de Julio Sosa cantando El firulete.

“El niño que fui observa el mundo que lo circunda con ojos fascinados”.

El niño que fui espera que su padre regrese de cualquier viaje. Volver a verlo después de un tiempo le infla el pecho. Se cuelga de su pantalón y espera su caricia en la cabeza. La memoria selectiva le sigue funcionando y con el correr de los años se aferra más al pasado, pero no deja de saborear la serena felicidad del presente. Juega con sus amigos hasta que las fuerzas flaquean y le exigen una pausa de agua fresca. Lo hace con un fervor, con una enjundia, con una entrega dignos de un fanático. Sabe que cuando está con ellos, no existe el miedo. Los niños solo saben jugar.

El niño que fui observa el mundo que lo circunda con ojos fascinados y descubre el encanto de las calles sucias, las paredes manchadas por la humedad, la fragancia fugaz de las plazoletas vacías, el gusto de una galletita rellena. Añora ese pasado, aunque no podía disfrutar de los juegos interactivos, ni tener conexión a Internet en una playa, ni prender el aire acondicionado en días sofocantes ni ver en su casa el cine que siempre quiso. Sigue mirando los ojos claros de esa piba que nunca fue suya; que a veces le devolvía la mirada. Se sigue poniendo colorado de vergüenza cuando ella pasa cerca y estela su perfume, suave como el aleteo de una mariposa monarca.

Al niño que fui le encanta jugar en la tierra, sacarse las zapatillas para sentir la energía vital que emerge de las entrañas, poner soldaditos de plástico en lomadas de guadal y darse porrazos tras una pelota de goma.

Y entre esos recuerdos aparece como un aluvión aquel día que agarró su colección de estampillas y su álbum de figuritas, los calzó bajo sus axilas, los convirtió en alas poderosas y se paseó correteando por las calles sucias con paredes manchadas, mientras los adultos de mirada diferente y los niños cómplices en sonrisas lo admiraban, aplaudían y vivaban como si fuese un gladiador triunfante, saliendo de la arena con su brazo en alto.

El niño que soy tiene esas cosas. Sigue creyendo que es el centro del universo, aunque nunca aceptó crecer. 

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