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Palitos de la Selva

Somos distintos. Tan distintos como una lágrima y una gota de miel. Tenemos una mirada divergente para apreciar un paisaje, disfrutar una película o escuchar ese tema del que nunca terminamos de aprender la letra. Nos separan espacios. Haces de luces que nos llevan por caminos paralelos. Vibramos con pasiones que nos conmueven, pero siempre en diferentes ondas. Somos madera y metal; Ecuador y Dinamarca; Beethoven y Mozart; boxeo y básquet. Somos distintos y disfrutamos mantener esa distancia.

Sin embargo, somos parecidos en muchos aspectos. Nos gustan las mascotas, aunque a vos te seducen los labradores y a mí los gatos siameses. También nos acercan los caminos rurales, pero yo voy hacia la montaña y vos encarás para el río. Sentimos la política como algo importante, aunque pensamos en diferentes opciones. Disfrutamos del arte, a mí me tiran los artistas invisibles y a vos los de alta popularidad. Nos parecemos, ya no somos tan distintos, nos gusta ese lugar en nuestras vidas.

Y también somos iguales en otras cosas. Defendemos el clima con una pasión desbordada y nos sumamos a Greta Thunberg en su reclamo afónico de nena buena. Nos maravillan la belleza de lo natural, las sonrisas hechizadas, el humor de los creativos, la perfidia de nuestros sueños. Amamos el amor, como epítome de las relaciones entre hombres y mujeres. Volamos por encima de los estados de ánimo y las debilidades. Nos encantan las playas vacías, las montañas multicolores, las gárgolas de los edificios decadentes. Somos iguales y morimos de felicidad por ello.

“Comprarlos en el almacén de la esquina era una aventura similar a un rito sagrado”.

Sí, somos distintos, parecidos o iguales según sea el tema que nos aprisione o el momento en que lo vivimos. Pero existe algo molecular sobre lo que no existen discusiones ni matices: siempre fuimos y seremos infatigables adherentes, enloquecidos degustadores y ávidos compradores de Palitos de la Selva. Ese casi insignificante caramelo, extendido como el machete de un vigilante, envuelto en un papel engomado de bajo costo, triste frente a la opulencia de los chocolates y los snacks importados, solitario por esencia, sin la gracia de un medallón de menta o un explosivo cañón que revienta de dulce de leche, portador de ingenuos acertijos o sumarias definiciones de animalitos agrestes, esa golosina de escaso vuelo imaginativo ha tenido la mágica función de unirnos desde que éramos niños, cuando las únicas preocupaciones que teníamos era que se pinchara la pelota en la mitad del partido o no nos dejaran ver la película prohibida para menores. 

El Palito de la Selva fue el unificador de nuestras ilusiones, la zapatilla que nos hizo nómades, el par de alas que nos permitió volar desde la niñez y atravesar el difícil período de la adolescencia. Comprarlos en el almacén de la esquina era una aventura similar a un rito sagrado, que emprendíamos en esas siestas donde el sol derretía el cordón de la vereda. De grandes, nuestros amigos nos cargaban y en cada cumpleaños se complotaban para regalarnos un “Palito” a cada uno. Qué piolas, con la joda evitaban hacernos regalos en serio.

Por eso, te propongo que sigamos viviendo con nuestras diferencias, con nuestros parecidos y con nuestras igualdades; que sigamos siendo diseñadores y constructores de nuestros caminos; que iluminemos nuestras vidas con las mujeres que soñamos y con los hijos que nos dieron; que disfrutemos de los placeres, las diversiones, las perversiones, las ilusiones, las utopías más salvajes; todo lo que vos quieras… pero, por favor, que nunca nos falten los Palitos de la Selva. 

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