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De naufragios y dragones

S

iempre pensé que la vida era un viaje enteramente imaginario. Personas, animales, ciudades y cosas, todo es inventado. Vivimos una novela, una historia ficticia donde basta cerrar los ojos para empezar.

Lo comprobé aquella tarde borrascosa, a bordo de un pequeño bote que se sacudía al ritmo de las correntadas, cada vez más hostiles. La ola siguiente era peor que la anterior. Si algo aprendí sobre el miedo, es que aumenta cuando llega con lentitud.

Yo trataba de hacer equilibrio sobre la embarcación, aferrado a un remo descontrolado, pero el mar me seguía golpeando con su frialdad extrema y, de a poco, el agua se acumulaba. Mientras el viento cacheteaba sin piedad la pequeña vela, sentí cómo entraba sigilosamente el miedo. 

“Rescato del naufragio la luz que vino después, después de perderlo casi todo”.

El naufragio fue inevitable. La quilla se quebró mandando el bote a pique. Empecé a dar vueltas y vueltas en la rémora de un mar enojado. La corriente me llevaba a su antojo, sin poder asirme a nada, hundiéndome en las penumbras. Vi pasar la proa a centímetros de mi cabeza, arrastrando las pocas cosas que había en la cubierta. Perdí todo lo que llevaba. Y seguramente también perdí el conocimiento, aunque nunca dejé de sentir una asfixiante sensación de agobio, producida por la violencia incontenible del agua. Desperté sin saber si había ocurrido o no. A veces hay cosas que es necesario olvidar. Uno necesita el olvido para vivir. Pero también necesita memoria. Del naufragio recuerdo que, cuando me hundía en esa noche sin fin y veía cómo el sol se alejaba, subsistía en mí algo semejante a una esperanza. Cuando parece que has jugado tu última carta y la partida está perdida, surge la idea de que alguien en el cielo va a hacerse cargo del juego, va a repartir de nuevo las cartas o tirar otra vez los dados. Y esto es así, aun cuando nunca en tu vida hayas advertido la intervención de una divinidad cualquiera. Incluso siendo consciente de que no lo merecés, porque la acumulación de faltas y errores que conforman tu vida te alejan sideralmente de esa presencia salvadora. Es normal cometer errores. Ser imperfecto. Y también es normal esperar esa mano que te auxilie. No sé si esa ayuda llegó, pero salí fortalecido de este viaje a las profundidades. Fue una travesía que cuestionó mis reales incertidumbres, hundió mis creencias en lugares insondables y generó una desesperada búsqueda de salvación en lo que consideraba mi último minuto. La fracción de tiempo donde repasé todos y cada uno de los momentos vividos. Rescato del naufragio la luz que vino después, después de perderlo casi todo. La valoración de lo pequeño, de lo invisible, de las emociones y la imaginación por encima de la razón. Colecciono dragones desde que era niño, porque siempre me cayó mejor el dragón que el caballero. Solo el ser humano mata por placer y envenena el planeta sin necesidad. Los otros seres vivientes crecen sin traicionar su esencia. ¿Has visto alguna vez una flor infeliz o un roble estresado?, se pregunta Eckhart Tolle. ¿O has encontrado un delfín deprimido, una rana con problemas de autoestima, un gato que no puede relajarse o un pájaro que arrastra odio y resentimiento? Ellos nunca tuvieron necesidad de naufragar. Por tu condición de humano no debes tener miedo de hacer un viaje interior que te obligue a replantear lo que sos y el porqué de tu existencia, de abandonar tu zona de confort, de enfrentar lo que viene con lo que tenés. Ese viaje no es imaginario. Es un necesario repaso de la novela que estás escribiendo sobre tu vida. 

Citas de Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la vida; y de Michel Houellebecq, Serotonina. 

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El año pasó volando… ¡mi infancia pasó volando! Algo no...