Osvaldo Wehbe
Periodista y relator deportivo.
Ilustración: Pini Arpino
Empiezo diciendo que lo que aquí voy a explicar tiene la certidumbre del que lo vivió de cerca y en una edad en donde, para mi generación, pocas, muy contadas cosas llegaban desde una pantalla.
Nací y pasé mi infancia y adolescencia rodeado de escuelas. Y en medio de ellas, un Centro de Educación Física que contaba con buenas posibilidades públicas y gratuitas para la práctica deportiva.
Es verdad que más allá de correr detrás de un balón de fútbol, mi pasión no se arrimaba demasiado a otras actividades. Pero el programa educativo de la materia Educación Física en los colegios hizo que, muchos de esos años, las clases de ese rubro, que teníamos a la tarde (nuestro turno colegial era de mañana), pasaran por el atletismo en sus más variadas disciplinas.
Las competencias intercolegiales, a las que se sumaba natación cuando el calor lo permitía, se “producían” durante el año en esa hora de clases.
Los profesores nos instaban a ello. Y entonces, en pocas semanas ya se sabía quién era el más rápido, saltaba más lejos o más alto, tiraba el martillo, la bala o la jabalina a más distancia, y demás.
La escenografía de mi vida, por esa época, explicada a partir del lugar de residencia, hacía que todas las tardes me acercara a las canchas para patear la pelota con los amigos del barrio o con compañeros de escuela. La pista de atletismo rodeaba a esos lugares de fútbol y estaba pegada al gimnasio cubierto en donde básquet y vóley se desarrollaban.
Siempre, a la hora que fuere, de mañana, tarde y cuando las pequeñas luces de farol eran la única lumbre, estaban ellas y ellos: los atletas. Los que habían dado la talla en las pruebas cotidianas por capacidad y esfuerzo, y se encaminaban a hacer de esa actividad un motivo de vida y, seguramente, de lucha permanente, teniendo en cuenta las carencias que el “deporte madre” tiene en nuestro país.
Este mes en Buenos Aires se están desarrollando los Juegos Olímpicos de la Juventud. Un extraordinario evento multideportivo en el que intervienen delegaciones de 206 países y un total de 4000 jóvenes. Hermoso, extraordinario. Con 32 deportes en acción.
Al estar transcurriendo los Juegos, no dejo de remontarme hacia esas mañanas frías en las que a través de la ventana del aula observaba con admiración a mis compañeros tratar de mejorar una marca corriendo o saltando. Casi ninguno de ellos llegó muy lejos en la consideración nacional, pero jamás dejaron de estar en la mente de todos los demás, como tesoneros y luchadores, algo que casi siempre tiene una línea conductora entre el deporte y la vida.
Hoy, todo se puede ver por TV, torneos mundiales u olímpicos. Extraordinaria demostración de destreza y sacrificio, de ilusión y trabajo.
Y las semejanzas con las imágenes que llegaban hacia la ventana del aula son absolutas. Es que, con mayor o menor encanto, detrás de un atleta hay una forma de vida. La que no espera tanta recompensa mediática o gubernamental. Solo el haber bajado un segundo o aumentado un centímetro. Y sentir el aplauso de su propia alma.