La felicidad, ese sueño perseguido por el ser humano desde siempre, ha desvelado por miles de años a los pensadores. Con casi tantas definiciones como personas, ese bienestar del alma parece escabullirse cada vez que llega. ¿Será que existe algo así como “el secreto de la felicidad”?
ILUSTRACIONES: PINI ARPINO
Dos palomas caminan felices por el corredor central del pabellón 8 de una cárcel en el centro del país. Desde la puerta de su celda las mira un preso llamado Rodolfo, con 54 años y la mitad de la vida detrás de las rejas, siempre por delitos contra la propiedad. “Nunca maté, nunca golpeé a nadie, pero sé que he causado mucho daño, y por eso estoy acá”, reconoce.
Rodolfo mira esos dos animalitos avanzar felices por el largo pasillo, picoteando lo que ven a su paso. “Me preguntaba cómo esos dos bichos que son tan libres, que no tienen límite alguno, deciden bajar al lugar más infeliz de la Tierra a buscar su alimento. No tienen miedo, lo disfrutan. Y yo también te aseguro que lo disfruto”, decía al teléfono.
Aunque parezca contradictorio, este interno con fecha de libertad en 2028 asegura que por un momento se dio lo imposible en ese contexto: “Sentí felicidad”.
Spoiler alert: esta nota no aportará una respuesta final, pero promete hacer todo lo posible.
La felicidad ha sido un tema que obsesionó a la humanidad casi que podríamos decir desde el inicio mismo del pensamiento. Y tampoco en esto parece haber escapatoria: siempre se vuelve a los griegos.
“Cuando los griegos pensaban la felicidad, simplemente la consideraban el fin de todos nuestros actos, el bien supremo al que aspira todo hombre”. El que lo explica es Darío Sztajnszrajber, filósofo y docente argentino con gran presencia en los medios, varios libros escritos y una innegable tarea en la difusión del pensamiento.
“Algunos pensaban la plenitud como la posibilidad de realizarse. Otros, como alcanzar el autodominio o la paz interior. Y otros, como la autonomía, la independencia plena. Pero la pregunta eterna siempre ha sido si es posible alcanzar la felicidad”, desarrolla, en diálogo con Convivimos.
De acuerdo a quién se le pregunte, es posible que varíe el “cómo”. Aristóteles identificó algo así como tres estamentos para alcanzar la felicidad. El primero era el guiado simplemente por el placer, esa felicidad simple e inmediata que pasa por la satisfacción de los impulsos.
Un segundo nivel era la vida política, pero en el sentido de la polis, la vida en sociedad. Básicamente, ser aceptados y mejor aún– admirados por los demás. ¿Cómo se logra? A través de los honores, las grandes hazañas y las riquezas.
El tercero era la forma más alta de vida, a la que llama “contemplativa”. En ella, el individuo actúa de forma puramente racional y entiende que la felicidad es un fin en sí mismo, es decir, no son necesarias herramientas como el dinero o el poder para alcanzarla.
FRASES Y RECETAS
De Aristóteles para acá es probable que encontremos una definición para cada ser humano.
Como aquella persona, por ejemplo, que encuentra la felicidad cuando logra doblegar sus miedos. Entonces le vendrá bien la definición del filósofo Friedrich Nietzche cuando dice que “es el sentimiento de que el poder crece, de que una resistencia ha sido superada”.
O aquella otra persona que gusta de la sencillez y lo simple, para quien la frase de John Stuart Mill será casi una definición de vida: “He aprendido a buscar mi felicidad limitando mis deseos en vez de satisfacerlos”.
O quizás la que disfruta de aquello en lo que trabaja, para quien lo que dijo José Ortega y Gasset sea tal vez una norma de vida: “Felicidad es la vida dedicada a ocupaciones para las cuales cada hombre tiene singular vocación”.
Lo anterior puede comprobarse con solo lanzar la pregunta en una ronda de amigos: se recibirá un variado abanico de respuestas. Vale la pena hacer el ejercicio. Si bien todas estas definiciones parecen acertadas, da la impresión de que en
la sociedad actual no son esas las concepciones de felicidad que predominan,
sino más bien una versión más hedónica, como la del segundo nivel de Aristóteles, más ligada a la acumulación de
placer y al incremento de emociones positivas, según lo señalaba un muy citado paper de los psicólogos norteamericanos Diener, Sandvick y Palvot.
Ahora bien, si la suma de momentos placenteros da como resultado la felicidad, y además en la actualidad el medio ideal para alcanzar este placer es el dinero –ya que puede proveer de una lista interminable de bienes–, entonces no sería ilógico llegar a la conclusión de que “el dinero sí hace a la felicidad”.
Aunque pareciera que no ha sido tan así. Al menos no lo han logrado confirmar las sucesivas investigaciones que se realizaron en los 70, sobre todo en Europa y Estados Unidos. Sus resultados demostraron repetidamente que un incremento del dinero no trae aparejado un mayor bienestar. En esos años, el economista norteamericano Richard Easterlin se mostró obsesionado por intentar demostrar si efectivamente había un vínculo entre felicidad e ingresos per cápita por país. Sus investigaciones concluyeron en que a medida que los países crecían económicamente, los niveles de satisfacción
no necesariamente se incrementaban. De allí que su estudio se hiciera conocido como “la paradoja de Easterlin”.
Hay un dato adicional que viene desde la perspectiva psicológica: no solo la felicidad de los países no se ha incrementado, sino que si observamos las tasas de prevalencia de algunos trastornos psicológicos como la depresión, estos han aumentado su frecuencia de forma considerable.
MANÍA DE COMPARARNOS
Una de las teorías que intenta analizar las subjetividades del factor económico bajo la paradoja de Easterlin es la de la “comparación social”. Básicamente dice que no importa cuánto se tiene nide cuánto se carece, sino la comparativa con el entorno. “Esta teoría postula que el bienestar se explica por la comparación que efectúan las personas entre sus estándares personales y el nivel de condiciones actuales. Si el nivel de los estándares es inferior al nivel de logros propios, el resultado es la satisfacción”. Y a la inversa.
La explicación forma parte de un informe elaborado por los investigadores argentinos Alejandro Castro Solano y Graciela Tonon. El primero es doctor en psicología e investigador independiente del Conicet. La segunda, doctora en ciencia política e investigadora de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora.
Hasta ahí no parece haber complicaciones. Nos comparamos con los que nos rodean y, de acuerdo con cómo nos va, nos sentiremos más o menos satisfechos, y por tanto más o menos felices. El problema es que, con el auge de las nuevas tecnologías, tendemos a compararnos también con lo que vemos en las redes sociales, que sin dudas no representa una realidad objetiva. “Las personas se comparan con aquellas ‘más felices’ que han alcanzado un nivel de desarrollo económico importante”, sostienen. Y citan estudios recientes que marcan que el bienestar personal desciende, aun en el caso de que los ingresos aumenten, si estos no alcanzan el nivel de aquellas personas consideradas como más afortunadas.
CUESTIÓN DE FE
Ángel Rossi, arzobispo de Córdoba, es uno de los argentinos recientemente consagrados cardenales por el papa Francisco. Jesuita, al igual que Bergoglio, tiene una particular mirada sobre la felicidad y las condiciones para llegar a ella.
Como primera definición, dice que “no existe la felicidad permanente, estable, perpetua, duradera, sino que solo existen pequeñas felicidades fugaces que nos hacen olvidar de los sinsabores”. Pero también sostiene que la felicidad nace de “aceptar la realidad para crear otras condiciones”.
Por eso asegura que “el que puede aceptar la realidad y empezar a transformarla podrá ser feliz con lo que es y lo que tiene”. Pero siempre, insiste, “sumergiéndose en la realidad, ya que la otra alternativa sería salirnos de este mundo, que es lo que hace el que busca la felicidad en el alcohol, las drogas o en tantas otras maneras de fugarse”, señala.
El propio papa Francisco concibió una suerte de “decálogo de la felicidad”, en el cual dedica uno de los puntos más importantes a la virtud de tener sentido del humor. “Saber cómo reírse de las cosas, de los demás y de uno mismo, es profundamente humano, es una actitud cercana a la gracia”, dice el líder de la Iglesia católica. Francisco habla de un “buen relativismo, sin perder el realismo”, con el cual “uno se vuelve capaz de iluminar a otros con un espíritu positivo y lleno de esperanza”. Pero también le otorga una especial importancia a la autoironía para vencer la tentación del narcisismo. “Cuando te mires al espejo, reíte de vos mismo. Te hará bien”.
SIN DEFINICIONES
Lo cierto es que tal como adelantábamos al comienzo, por ahora las respuestas concretas, absolutas y acabadas no están (ni estarán).
Más bien da la sensación de que hay diferentes vías o caminos para llegar o encontrar eso tan deseado. O quizás la felicidad sea simplemente el camino.
“Si ser feliz es realizarte, yo soy feliz cuando me angustio, porque la angustia es liberadora y es como que puedo realizar lo que a mí más me convoca: hacer filosofía, hacer preguntas que desmadren lo que funciona bien –se sincera Sztajnszrajber–. La filosofía no se hace preguntas para encontrar respuestas. Se las hace para que las respuestas vigentes se desestabilicen, para pelearse contra el sentido común”.
“¿No será que la felicidad es la búsqueda del hombre por poder resolver sus propias limitaciones?”, se pregunta nuevamente este filósofo, quien insiste con otro interrogante más, como si no tuviéramos ya suficientes: “¿No será la felicidad el comenzar aceptando que la condición humana no lo puede todo? Tal vez la felicidad no trate más que de saber quiénes somos y de saber que esta búsqueda no tiene respuesta”.
Tal vez sea simplemente así. Caminar buscando la felicidad. Y ser felices en ese camino.