Los murales de la escuela Patricias Mendocinas cuentan historias y sorprenden a quienes los miran cada vez. Recorrido por las experiencias educativas que lograron ganarle al tiempo.
Fotos: Sebastián Salguero
Cuando las paredes se morían de aburrimiento, aparecieron los murales”, dicen los docentes de la escuela Patricias Mendocinas cuando alguien descubre las pinturas que pueblan las paredes de pasillos, aulas, recovecos y espacios comunes del edificio. Guardapolvos y colores se superponen con las voces de los chicos que salen al recreo, con las rondas y piruetas que surcan el cielo en medio del patio. La institución fundada en 1933 en Villa El Libertador, un barrio al sur de la ciudad de Córdoba, está marcada desde sus inicios por las artes plásticas.
En esta escuela, las paredes hablan.
“Nada más cierto que esa frase –afirma Cristina Cruz, la directora–. El edificio actual se construyó sobre otro que hubo que derrumbar. Fue precisamente a raíz de las paredes que se empezaron a agrietar que tuvieron que demolerlo y construir uno nuevo”.
Cristina recuerda el aula en la que enseñaba matemáticas a los chicos de cuarto, quinto y sexto grado en aquel tiempo. En marzo de 2000, apenas comenzaron las clases, notaron la aparición de una fisura que en diagonal partía por la mitad la pared que los separaba del otro grado. Una señal que con el correr de los meses se volvió grieta, y por la que empezó a filtrarse un fino hilo de luz.
Esto, además de alertar a las autoridades, llamó la atención de los chicos, que se empezaron a asomar y a mirarse de uno y otro lado.
“Nosotros, los docentes, buscando un poco de humor en la situación, la bautizamos ‘el proceso de la grieta’, porque por allí no solo se cruzaban los ojitos de los chicos, sino los discursos, ¡hablaban! Con el tiempo, al ir ensanchándose la fisura, comenzaron a circular cada vez más palabras, también las malas palabras. Cuando llegó octubre y la abertura ya había alcanzado un ancho como de dos centímetros, tuvimos que abandonar el edificio”, recuerda la directora.
“Los niños se convirtieron en escritores e ilustradores de sus propias ficciones”.
Florencia Albanese
La escuela, que comenzó funcionando bajo la órbita municipal en un pequeño chalé ubicado a pocos metros de la plaza principal, a lo largo de los años sufrió sucesivas mudanzas, teniendo como sede viviendas de distintas familias del barrio. En 1958, por fin, inauguró edificio propio, el de “la grieta”, que funcionó hasta el 2000, cuando fue clausurado y demolido. Otro eslabón de una historia itinerante.
MADRE DE ESCUELAS
“En octubre del 2000, cuando abandonamos el edificio, nos trasladaron a la escuela Forestieri, que en realidad es una parte del Patricias Mendocinas, porque a ese edificio, que se había construido en la década del 90, se había derivado parte de la población de nuestra escuela. Un hito muy importante, porque fue el momento en que se sacó el turno intermedio y los chicos pasaron a tener cuatro horas de clases, cuando antes, con los tres turnos, solo tenían tres”, explica la directora.
Al año siguiente se trasladaron a otra escuela (la Marta Juana González) en calidad de préstamo, que, al igual que la anterior, también puede ser tomada como parte del “Patricias”, porque allí dejaron 18 secciones de grados antes de mudarse en 2004 al actual edificio, que fue construido en el mismo terreno de la escuela que tuvo que ser demolida. “Podría nombrar a la escuela Patricias Mendocinas ‘madre de escuelas’”, afirma Cristina con orgullo.
GRABADO EN LAMEMORIA
El primer mural fue realizado en 2011 en la pared central del salón de usos múltiples por un grupo de padres que quiso dejar retratada la gesta de las patricias mendocinas. “La idea fue recuperar desde la memoria un mural que tenía la antigua escuela en su hall central. Ese mural había sido trabajado por la señorita Poly con sus alumnos”, cuenta la directora. Aquella obra representaba a las mujeres que cumplieron un rol fundamental en la hazaña libertadora.
“Las obras de la señorita Poly no se fueron”, afirma Cristina. “A pesar de haberse demolido el edificio, quedó en nuestro imaginario colectivo. Ella nunca olvidó a su escuela, y siendo ya muy viejita, envió de regalo una de sus obras”, recuerda.
APRENDER A MIRAR
A partir de ese primer mural, comenzó a gestarse la idea de poblar las paredes del edificio. Esto ligado al placer por la lectura y buscando potenciar la creatividad de los chicos, explica la directora. En ese momento, surgió el proyecto “Una historia sin fin”, en el que se encuadraron otros subproyectos áulicos: los chicos abordaban un texto literario y lo relacionaban con obras de artistas plásticos.
“La decisión de intervenir las paredes con historias creadas por los estudiantes se enmarcó en un proyecto más amplio, que se llamó ‘Aprender a mirar’”, explica Florencia Albanese, docente de Jornada Ampliada. “El objetivo era acercar a los niños a las obras pictóricas de artistas plásticos e ilustradores valorados por la cultura local y universal. A partir de esto, en las clases de Jornada Ampliada, comenzamos a leer haciendo uso de todos los sentidos y modalidades”, relata. ¿Cómo? “Explorando libros-álbum, como quien inicia un viaje y está abierto a aprender a mirar con la ingenuidad y el asombro que propicia el encuentro con lo nuevo”, detalla.
Estas historias, en donde la imagen gráfica complementa el sentido de la palabra escrita, impulsaron a los chicos a interpretar y producir imágenes con nuevos recursos y significados. “Fue entonces –cuenta Florencia– cuando decidimos salirnos de los márgenes de las hojas y apropiarnos de las paredes de la escuela. No solo para socializar nuestra producción con el resto de la comunidad educativa, sino para desafiar a quienes al mirarlas se convertían en una suerte de lectores transeúntes a los que se los convidaba a participar del juego de descubrir cómo un bloque de cemento sepia podía transformarse en un pasaje a un universo lleno de colores e historias”.
“Los murales han sido una de las formas de hacer que nuestros chicos se apropien de otros espacios de la cultura”.
Cristina Cruz
Para llegar a ese momento, transitaron por varias etapas: se nutrieron de mucha lectura, ensayaron gran cantidad de ficciones hasta acordar cuáles quedarían plasmadas y le ganarían al tiempo. “Agrupados según el gusto artístico o la preferencia por un género, los niños se convirtieron en escritores e ilustradores de sus propias ficciones. Ellos sabían que estaban haciendo historia”, afirma Florencia, emocionada. “Cada trazo, cada letra sobrevivirían su tiempo escolar y sus obras dejarían de ser propias para ser de todos”, añade.
Daniela Depetris, maestra de Plástica, recuerda los primeros murales que realizaron junto a Adriana Santiago, también docente, y los chicos de primero y segundo grado. En esa oportunidad trabajaron relacionando Ciencias Sociales y Arte. “Identificamos las huellas materiales del pasado en el presente. Tomamos objetos de la vida cotidiana y objetos artísticos como contenidos, entre ellos, la propia escuela; investigamos e hicimos el recorrido histórico desde la primera casita en la que funcionó hasta hoy. Este proyecto se realizó por el cumpleaños de la escuela”, explica Daniela.
“Los murales creo que han sido una de las formas de hacer que nuestros chicos se apropien de otros espacios de la cultura, la literatura y el arte. Y también la posibilidad de participar, comunicar y expresar vivencias”, afirma Cristina Cruz, docente desde hace 30 años en la escuela y desde hace 14 a cargo de la dirección.
85 AÑOS
El 17 de agosto, el “Patricias” estará cumpliendo 85 años. Como sucedió el año pasado, este tampoco tendrá festejos masivos como los organizados históricamente junto al barrio. Pero sabe que tendrá motivos de sobra para celebrar más adelante. “Estos 85 años, para nosotros, significan la construcción de sentidos en el diario devenir, sentidos de luchas, de aprendizajes y de enseñanzas; significan entender la escuela como puente para la construcción de la libertad colectiva”, señala la directora. “¿Alcanzaste a ver la virgen sobre una repisa apenas entrás a la escuela?”, pregunta Cristina. “Esa virgen fue rescatada de los escombros del edificio anterior, el que demolieron; también las placas de bronce que están ahí… Me acuerdo de que le pedímos a un vecino un cortafierro y una maza para picar las paredes y sacarlas. La repisa de roble la hizo mi papá, que era carpintero”, explica.
Una parte de la historia la cuentan las paredes, la épica puede respirarse en el aire.