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En camping-car

Un fragmento de En camping-car, el nuevo y conmovedor libro de Ivan Jablonka.

¡Sed felices!

Mi padre se giró hacia nosotros con el rostro de color escarlata y los rasgos deformados por la ira.

Su grito nos sobresaltó. La orden que acababa de rugir era tan desmesurada que nuestra vida no podía resistirla. Estábamos suspendidos entre el terror y la estupefacción, inmóviles, esperando, listos para ser aniquilados.

Marruecos, verano de 1986. Nuestra autocaravana domina un valle bíblico: un oasis serpentea a lo largo de kilómetros y kilómetros, siguiendo el río que lo irriga al pie de un árido cordón montañoso.

Somos cuatro niños de entre ocho y doce años —mi hermano y yo y los hijos de los amigos con los que viajamos—, entretenidos jugando al tarot en la parte trasera de la autocaravana. Mi padre nos ha dicho que miráramos por la ventana; uno de nosotros le ha respondido que no teníamos ganas y que, además, nos estábamos aburriendo.

La autocaravana frenó en seco. Mi padre, que iba al volante, se dio la vuelta, y entonces estalló la crisis de furia, que las palabras recrean de manera muy imperfecta después de treinta años.

El asunto es que estamos jugando a las cartas como unos tontos, en lugar de admirar el magnífico paisaje. Nosotros tenemos la suerte de viajar, descubrir países, visitar museos, estar con amigos de nuestra edad. Hay niños que pasan las vacaciones en su casa, o en un camping común y corriente de Flots Bleus. A veces, vemos en algún restaurante a una hija o un hijo únicos aburriéndose como ostras junto a sus padres, mirando de reojo hacia nuestra mesa alegre y ruidosa. Hace unos días, en una estación de servicio, nos llenó el depósito de combustible un niño marroquí: él tampoco se va de vacaciones.

Mi padre solo podía ser feliz si pensaba que nosotros también lo éramos. La mayor parte del tiempo, se convencía de que éramos infelices, hacinados en nuestro apartamento parisino, privados de una “pandilla de amigos” con quienes correr por un jardín. Esa certeza lo deprimía y, a mí, me resultaba difícil saber si yo era feliz o infeliz; incluso me costaba decidir qué era la felicidad, ese estado que mi padre quería para nosotros pero que, según decía, no podíamos alcanzar por su culpa.

Mi padre nació en París en abril de 1940. Vivió menos de tres años con sus padres: estos fueron arrestados una mañana y deportados a Auschwitz, donde fueron asesinados. Conté sus vidas en Historia de los abuelos que no tuve. Primero, estuvo escondido con su hermana en casa de unos campesinos de la región de Bretaña y, después de la guerra, fue encomendado a la Comisión Central de la Infancia, una organización judía comunista que recogió y crio a cientos de huérfanos de la Shoah entre 1943 y 1959. Los niños vivían en preciosas casas en medio de un parque, una mansión en Andrésy o un chalé en Sainte-Maxime. La educación colectiva, el aire libre, la pedagogía progresista heredada de Korczak y Makarenko, el voluntarismo y los cantos (comunistas, cuando no estalinistas) le abrieron a mi padre, y a sus hermanos y hermanas de dormitorio, las vías de la resiliencia.

Mi madre creció con sus padres; ella nació en mayo de 1944 en Rothschild, el único hospital de París que estuvo abierto a los judíos, y su madre la amamantó varias veces en el sótano de la casa, en plena noche, durante las alertas aéreas. Su abuelo, recluido en Drancy, no regresó de Auschwitz. Los padres de mi madre —únicos abuelos que tuve— escaparon milagrosamente de las redadas (“Mi buena estrella”, decía mi abuela). Después de la guerra, compraron una pequeña tienda de muebles en el barrio de Saint-Antoine, cerca de la Bastilla. Mi madre y su hermana hacían los deberes en la mesa de la cocina. 

Ivan Jablonka

Nació en París en 1973. Es profesor de Historia en la Universidad París XIII y codirector de la colección  «La République des idées» de la editorial Seuil. Entre sus libros anteriores destaca Historia de los abuelos que no tuve (publicado en castellano por Libros del Zorzal y galardonado en 2012 con el Premio del Senado para libros de historia, el Premio Guizot de la Academia Francesa y el Premio Augustin Thierry), en el que indaga en las vidas de sus abuelos desaparecidos durante la Segunda Guerra Mundial.

En camping – car

Editorial Anagrama

Libros del Zorzal

Historia de los abuelos que no tuve

Libros del Zorzal

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La exquisita Focaccia tiene su historia. Según un reciente estudio, se la preparaba hace unos 9 mil años, en el neolítico superior, cuando la humanidad recién empezaba a realizar tareas agrícolas y ganaderas.