El escritor cordobés radicado en México acaba de publicar Lucas y Naíta, su nueva novela, con ilustraciones de Sole Otero. Un libro para atesorar y para leer en voz alta.
Fotos: Sebastián Salguero
A los dinosaurios… los hombres primero los mataron y después los fabricaron? ¿Por qué las únicas noticias buenas son las que dicen que no van a ocurrir las malas? ¿Y me pueden decir por qué ese grupo protege a las ballenas y no a los marranitos? Estas son solo tres de las preguntas que se hacen Lucas y Naíta, los hermanos que le prestan sus nombres a la última novela de Jorge Luján, editada por VR Editoras. Junto a Tiodeloscaminos, son los protagonistas de 28 historias que se van entrelazando como la vida misma, y en las que la emoción, el misterio y la ternura les hacen lugar a las preguntas y las respuestas más desopilantes y agudas de las que son capaces los niños. Una piedra preciosa en bruto. Una joya. Un tesoro por descubrir. La voz de los chicos resuena allí y no habrá lector o lectora capaz de resistirse a los chispazos que genere.
Poeta, novelista y músico, Luján nació en Córdoba, donde se recibió de arquitecto. En las décadas del 60 y 70 fundó el grupo para niños Los Saltimbanquis y fue uno de los promotores del movimiento Canto Popular de Córdoba. En 1978 se radicó en México, donde se graduó de licenciado en Letras y Lenguas Hispánicas. Publicó casi cincuenta libros, algunos de ellos traducidos a una docena de idiomas. Sus álbumes han sido ilustrados por talentosos artistas; y su obra, elogiada por los medios más prestigiosos del mundo. Además de escribir y hacer música, participa en congresos, da recitales y dicta cursos de creación literaria y de literatura infantil y juvenil.
Después de un año ajetreado, en el verano le gusta regresar a su casa de Río Ceballos, donde a principios del siglo pasado se radicó su bisabuelo, el primer maestro de esa zona de las sierras cordobesas.
“Cuidado con el perro”, dice una simpática placa de cerámica en la verja de entrada. Jack se acerca moviendo la cola, olfatea, ladra un par de veces y, una vez adentro, se une tranquilo a la conversación debajo de los árboles y también a la sesión de fotos, prestando todo su cariño de perro más bueno que el pan.
- Antes de empezar a contar las historias, el Tiodeloscaminos les dice a Lucas y a Naíta “Solo debo recordar el tesoro de cada día”. ¿Qué tuvieron que tener esas historias para convertirse en tesoros?
Yo creo que los niños son capaces de concebir ideas, imágenes, sentimientos sumamente valiosos e inesperados, originales, entonces yo decía “Hay que atesorarlos”. Y la idea fue esa, él no les decía “Les voy a contar cómo fue su vida”. No. Les dijo: “Voy a escoger esos momentos donde al menos yo estuve, lo que yo vi, y lo que no, lo invento”, porque la ficción es clave a lo largo del libro. En realidad, el inicio de todo fue una pesca que hice sin propósito alguno de frases y palabras de mis hijos que me llamaran la atención. Las anoté, las guardé y me fui entusiasmando, porque lo hice desde que empezaron a hablar. Cuando detectaba algo que me sorprendía infinitamente, anotaba, pero no sabía que iba a terminar siendo una novela. Decía “Les va a gustar cuando sean grandes…”. A veces pienso que uno, cuando es grande, ¿dónde va a encontrar consuelo o apoyo frente a las situaciones graves que a todos nos pasan? Bueno, los papás te pueden ayudar un poco. ¿Pero qué tal si uno pudiera ayudarse a sí mismo porque hay un tesoro guardado de quién fuiste cuando eras niño?, pero no quién fuiste desde la mirada de un adulto, sino como una especie de diamante en bruto que está ahí, unas piedras que hay que pulir para ver qué era lo que había pasado. Claro, con el tiempo desapareció toda huella de donde surgieron esas semillitas. Suponte que te encontrás de repente con un montón de semillas y no sabés de qué planta son, y son variadas…
- ¿Qué hiciste con esas semillas?
Empecé a darme cuenta de que algunas se vinculaban de tal manera que generaban una microhistoria. Pero ya era un trabajo mío como escritor, de encontrar un narrador, que no llamara demasiado la atención sobre sí mismo, que fuera capaz de transmitirlo con cierta distancia. Por ahí da un pequeño toque de su visión, pero las estrellas son esos diálogos de los niños y esas acciones.
- ¿Anotabas en una libretita?
Sí, era una pasión loca. Compré dos libretas gordas, bonitas, encuadernadas con cuero, una para cada uno. Y yo decía “¡Cómo se van a reír cuando sean grandes y vean las cosas que decían!”, y secretamente también pensaba que tal vez los iba a ayudar a enfrentar sus conflictos en la vida. Tal vez cuando ellos no supieran qué decidir, a lo mejor iban a pensar: “¿Qué me aconsejaría el niño que yo fui, ahora que lo conozco?”. Eso fue hasta que tuvieron nueve y siete años, más o menos, y empezó casi desde cero. Eso fue tomando cuerpo, pero era solo un regalito que yo les quería hacer.
- ¿Te llevó mucho tiempo darte cuenta de que ahí podía haber una novela?
“Este libro, a lo mejor ayuda a que de una vez por todas, le demos espacio a la voz de los niños”.
Muchísimos años, en los últimos empecé a intuir cómo iba a ser, me di cuenta de que iba tomando cuerpo porque me contagié. Yo mismo intentaba contagiarme de esta capacidad de asombro de los niños y de una mirada que descartara todo lo desgastado. Veía esas semillitas y me preguntaba “¿Soy capaz de no arruinarlas, de ponerlas en un contexto en el cual mi voz dócilmente se sume a ellas y, al mismo tiempo, hacerlo con la misma audacia con que ellos lo expresaban?”. Hacer este libro fue muy apasionante. No te creas que me lo propuse como tal, pero en el fondo, rescatar el valor de lo creativo e inventivo de los niños es darles una capacidad de interacción con el mundo sumamente productiva, creativa, no de un reproductor. Yo decía: si a los niños, si a los adolescentes y a los adultos les llega a gustar este libro, a lo mejor ayuda a que de una vez por todas le demos espacio a la voz de los niños. Porque estamos llevando al mundo al borde de la destrucción. ¿Tú crees que, si les preguntamos a los niños, estarían de acuerdo con las bestialidades que se hacen?
- Sos muy crítico de las convenciones que plantea la escuela, ¿por qué?
Porque a medida que vamos pasando por la escuela, empezamos a repetir lo que nos dicen los maestros. Creo que la escuela, en general, y aclaro que muchas han transitado por otros caminos, lo que busca es que se aprenda un camino que está basado en la lógica. Y los chicos, en primer grado, por ejemplo, conservan todavía un pensamiento analógico, que está basado en la comparación, la semejanza, la analogía. Comprenden la vida haciendo analogías, que es la esencia de la metáfora. Y la metáfora es un camino que cada vez se vincula más con la ciencia, porque los grandes científicos llegan a todas esas intuiciones, revelaciones, de la mano del pensamiento metafórico. El pensamiento metafórico es profundo, no es solo una cosa retórica. Entonces, todo eso está en el pensamiento del niño, en la capacidad que posee para expresar lo que tiene adentro, que es una joya. Eso es lo que yo traté de buscar en el libro todo el tiempo.
- ¿Cuánto hay de ficción y cuánto de autobiografía en tu obra?
Te voy a poner un ejemplo, en mi otra novela Salando el río con una cucharita, conté los hechos que había vivido, pero luego los dejé vivir, no los asfixié para que se reprodujeran como son, sino que les permití convertirse en narración. Y la narración tiene muchos componentes, estructuras, búsquedas y logros que vienen desde el principio, del origen de la palabra, el “Había una vez…”. Existen estas leyes por decodificar, porque no es un recetario, es algo que cada autor reinventa. No conté exactamente lo que pasó, le permití que respirara. La verosimilitud, que es lo que buscamos en la narración, alcanza un peso específico mucho mayor. La interrelación entre todos los componentes es fundamental en cualquier obra de arte, entre los personajes, las acciones, el lenguaje, los tiempos utilizados, todo. Y al mismo tiempo hay algo misterioso, que sería el trasfondo, algunos dirían el tema, pero yo creo que es mucho más complejo que eso, y que nada tiene que ver con el mensaje, en todo caso es la polisemia, el múltiple sentido. Y la voz de los niños está cargada de sentidos múltiples. Cuanto más la queremos reducir, nosotros somos los que perdemos la vida.
- Lo cotidiano y lo excepcional se relacionan todo el tiempo en la novela…
Mi sensación es que estar cerca de los niños es estar constantemente cerca de lo excepcional. Pero no hay que tener solo los oídos y la mirada atenta, hay que tener el corazón abierto y hay que desoír al pensamiento lógico que lo quiere explicar. No, la cosa es cuál es la potencia de lo que ahí está emergiendo.
¡PARAVERÍS!
“Paraverís” es una palabra que Luján utiliza en tres oportunidades en la novela.
“Me la dijo mi hijo en un momento de euforia, solo recuerdo que fue una explosión de alegría, la dijo y yo la anoté”, cuenta el escritor. “A veces, los chicos en algún taller me preguntan: `¿cuántas palabras hacen falta para que nos demos cuenta de que es literatura?’. Yo les contesto ‘Dos palabras pueden ser literatura’, y se asombran. Entonces se ponen a jugar y si a la primera palabra le ponemos una que la altere, que la vuelva juguetona, allí ya está pasando algo que es inhabitual. De ahí seguramente uno pueda encaminarse a la literatura. Así que cuando yo vi esta palabrita… A veces, una sola palabra es una promesa literaria”, asegura.