Es uno de los actores más destacados del país y con fuerte presencia internacional. Conserva, a sus casi cincuenta años, las inquietudes profesionales y el deseo que comenzó a cultivar en su adolescencia.
Fotos: Alan Roskyn / Netflix
En sus ojos ya había brillo, en su cuerpo ya había una energía creativa que pugnaba por salir. A los trece años, aburrido del colegio, frustrado por la cantidad de horas que estaba obligado a pasar en un lugar al que no le encontraba sentido, de repente abrazó, al mismo tiempo, una profesión y un modo de entender el mundo. Un taller de actuación lo cambió todo, canalizó aquella energía, enfocó el brillo y condujo el espíritu de Joaquín Furriel.
A partir de aquel momento, proyectó en su mente el actor en el que deseaba convertirse. Por estos años, más de una vez aseguró que, finalmente, había alcanzado aquel estatus imaginado.
- ¿Cómo es ese actor que querías ser y hoy sos?
Cuando empecé a formarme como actor, a tener un lenguaje interpretativo y un conocimiento sobre el oficio, se me presentaba alguna idea del actor que tenía ganas de ser. Ya veía una tendencia más bien ecléctica. Por eso creo que pude hacer televisión, series, cine, teatro, todo de manera tan diversa, con gente tan diferente. Lo que en aquel momento estaba empezando a germinar como una idea, ahora que estoy a meses de cumplir oche…, digo cincuenta años, me encuentra agradecido por el recorrido. Pude vivir muchas experiencias que ampliaron mi mundo interno y externo.
- Casi decís “ochenta”…
Porque pensé en Alfredo Alcón. Con él tuve esta charla cuando trabajamos juntos en Rey Lear. Él estaba a punto de cumplir ochenta y mantenía la curiosidad de una persona despierta, llena de vitalidad, con ganas. A sus ochenta y tres, volvimos a coincidir, en Final de partida, su última obra, y lo vi igual. Me dijo que seguía siendo el actor que quería ser. La vida está llena de cosas, el recorrido de cada uno tiene cosas lindas y también frustraciones, pérdidas, decepciones. Es difícil preservar esa ingenuidad que uno tiene cuando arranca una profesión, donde todo es novedad. A mí me sorprendía ver a Alfredo y sentir que era igual que a sus veinte o treinta años. Ahora lo entiendo, porque comienza a pasarme lo mismo.
- ¿Te provoca algo cumplir cincuenta?
Está esa cosa de los números redondos. Tenemos una cultura, lamentablemente, muy matemática en relación con eso. Se habla de “crisis de mediana edad” como si la vida se pudiera organizar matemáticamente, lo cual es injusto y diría que imposible. Pero también me pasó que un día caí en que estoy por cumplir cincuenta años y me pregunté cómo llegué hasta acá. Es raro, porque me siento muy parecido a como era yo de estudiante. El recorrido te va dando algunas herramientas, pero después, a la hora de interpretar, de imprimir un personaje y que esté en su máximo potencial, no lo tenés tan claro. Sentís que lo podés hacer, pero nunca tenés certezas. Eso, para mí, es lo más hermoso de esta profesión. Hay algo del recorrido en la vida que, por otro lado, no vale mucho cuando te enfrentás a nuevas situaciones.
- ¿Por qué?
Porque creo que, cuanto más crecés, el tiempo te va dando el beneficio de no ponerte taxativo con las cosas. Es entender la complejidad en la que estamos metidos y tratar de tener una actitud agradecida y simple con las cosas, en definitiva. No hay que estar enrollándose de más. Es muy saludable eso, te da mucha energía. Mi relación con eso está muy asociada a mi vocación: a los trece descubrí la actuación y es algo que atravesó mi experiencia humana. Es algo que me modificó el punto, la dirección de las cosas.
- ¿Te pegó de una? ¿Fue instantáneo?
Sí, porque cambió mi sensación del tiempo y cómo me conectaba con mis compañeros y compañeras. Yo antes de eso hacía mucho quilombo, como una manera de manifestar mi enojo con el hecho de tener que estudiar durante muchas horas algo que no me resultaba difícil ni estimulante. En el taller de teatro sentí que había un interrogante que me convocaba, una posibilidad de crecimiento. No sé por qué, ahí está la magia de la vida, supongo. Encontré en la ficción un lugar infinito de crecimiento.
“Tenés que estar bien ecualizado con el cuerpo para que el personaje cuente lo que debe contar”.
El recorrido de ese crecimiento implicó un largo viaje interno, y también una serie de viajes externos que se presentaron desde muy temprano, en radios cada vez más amplios. Primero, por los teatros del conurbano bonaerense, después, ya en el Conservatorio de Arte Dramático, alrededor del mundo: como Juan Moreira pisó escenarios en Brasil, Paraguay, Francia, Inglaterra y Georgia, entre otros. Un universo de posibilidades se abrió, y su deseo se expandió para tratar de absorber todo, desde el clown hasta la esgrima, pasando por la filosofía, el grotesco, los sainetes, la comedia, el canto y mucho más. “La formación me sirvió para darme identidad ética y estética. Cuando empecé a trabajar en televisión, por ejemplo, yo ya tenía una identidad formada. Puede parecer difícil, pero no encuentro otra manera que ser uno mismo. Es un lugar común, pero no tiene sentido parecerse a tal o cual porque ya le fue bien de esa manera y creés que en algún momento ahí va a haber un recambio general y vos vas a ser el nuevo no sé qué. No es por ahí”, afirma.
Con la seguridad de saber qué actor ser, independientemente del escenario que ocupara, desarrolló una carrera en la que supo combinar tiras televisivas populares en el prime time con teatro clásico de texto en salas prestigiosas, cine de autor con films más comerciales y series internacionales. Después de embarcarse en proyectos diversos como El reino, El jardín de bronce, Robo mundial o El duelo, 2024 lo encuentra también en una plataforma de streaming. En Netflix, luego de un debut en el Festival de Málaga y un breve paso por las salas de cine argentinas, está disponible Descansar en paz, que cuenta la historia de un empresario que, ahogado por las deudas, ve una oportunidad para simular su muerte y, así, salvar a su familia. “Sergio Dayan, el protagonista, es uno de los personajes más complejos que tuve que interpretar hasta ahora. Porque, de alguna manera, habita los grandes miedos que uno tiene con su familia. Es una tragedia que te mantiene muy cautivo de lo que le está pasando a esta familia. Sabía que tenía una película muy compleja para hacer, un personaje que me iba a demandar una entrega sutil, además, porque hay muchos momentos en donde el personaje está muy solo. También me tenía que preparar físicamente, porque empecé por el final de la película, entonces tuve que dejarme crecer la barba, el pelo, la panza”, cuenta.
- En buena parte de la película, todo lo que comunica el personaje es gestual, en silencio, como sucedía con tu personaje en El patrón, ¿cómo trabajás ese tipo de escenas?
Lo hago mucho junto al director. Es muy importante, para mí, tener claro lo que el personaje está sintiendo en ese momento. Cuando uno no habla, el lenguaje es el cuerpo, entonces tengo que poder decir todo con la mirada, con la actitud corporal. Tenés que estar bien ecualizado con el cuerpo para que cuente lo que debe contar. Hermógenes y Sergio son dos personajes muy diferentes, pero que tienen momentos de muchísima soledad, que es lo que los une. Hermógenes es de un estrato social muy bajo, está precarizado, mientras que Sergio se precariza a sí mismo, de alguna manera, al abandonar su vida. Cuando leí el guion, me pareció muy interesante poder encarar un viaje así. Es como si muchos de los miedos que uno tiene se pudieran representar.
- Lo que abre discusiones una vez que la película termina…
Exacto. A mí me gustan mucho ese tipo de ficciones, donde uno ve algo que quizá siente muy profundamente, pero no quiere ni pensarlo. Cuando lo ves en una ficción, lo podés sacar, es algo catártico. Cuando mis amigos me preguntaban qué iba a hacer a Paraguay, para no spoilear no les podía decir mucho. Solo resumía lo principal, y se abrían grandes dilemas en la mesa. Todos opinaban, discutían, se representaban a sí mismos e intentaban imaginar lo que harían en la misma situación. Eso me encanta, y tengo muchas expectativas de ver qué pasa con el público. En el caso de Netflix, ese público son 260 millones de personas, porque la película se estrena en 190 países, pero lo que le pasa a Sergio Dayan es tan universal que creo que puede ser muy interesante cómo los que la ven piensan qué harían si se colocan en los zapatos de este tipo. Era una película muy compleja de antemano y, cuando la vi, para mí tiene lo más importante que debe tener una narrativa, que es corazón. Que se vea que los personajes están vivos y que están viviendo lo que les está pasando.
- El año que viene vas a hacer teatro clásico. Hace un tiempo dijiste que cuando hacés clásicos, todo vuelve a cobrar un sentido mayor, ¿por qué?
Este tipo de obras te invitan a estar todo el tiempo en una zona vivencial, emocional y filosófica de dimensiones que no son cotidianas. Siento que cuando entro en estas experiencias salgo modificado como persona y como actor. Es un poco como cuando hago montañismo: llevé a cabo toda la travesía, subí, estuve donde me había propuesto estar, bajé, llegué y, cuando volví al lugar de donde me había ido, ya no soy el mismo. Aparecieron momentos, experiencias, emociones, pensamientos. Hay algo del orden de lo mágico, que no se puede expresar muy bien, que estas obras te invitan todo el tiempo a expandir.
Agradecimiento: