Fotos: Gabriel Machado
En su voz está todo. En los susurros suaves, en los tonos altos y alegres, en los gritos desgarradores. En las veces que dijo que sí, pero, sobre todo, en las que se animó a decir que no, que ya había sido suficiente. Ángela Leiva conquista espacios y celebra quince años de una carrera que se construyó alrededor de una voz que se impuso a su propia timidez, primero, y a su inexperiencia e inocencia, más adelante. Una carrera que, intentaron convencerla, no le pertenecía. Una carrera a la que se aferró en el momento más oscuro, cuando pensó hasta en cambiar de nombre.
En medio de la gira de celebración de estos quince años, se hizo lugar para afrontar un desafío diferente a todos sus trabajos anteriores: lleva adelante la versión local de la comedia musical School of Rock (ver recuadro), lo que le permite continuar en la actuación, una oportunidad que se le abrió de manera inesperada y que no desaprovechó. Es, también, la consolidación de una artista que, en cuanto se quitó peso de los hombros, no paró de crecer.
De chica, en Tandil, la música era parte de la rutina diaria. Un cassette de Soledad que cantaba a dúo con una amiga del barrio y las baladas de Luis Miguel y Cristian Castro compusieron su repertorio inicial. “Canto desde que tengo uso de razón, y es parte de mi ser. No es que yo pienso para cantar, sino que me sale”, explica. En la mudanza a Buenos Aires incorporó la cumbia a su imaginario, y se hizo evidente que su voz destacaba más allá de su propia voluntad. “La primera vez que canté en público fue en el colegio. Prácticamente me obligó la seño, porque había armado un coro con todos mis compañeros y la única que entonaba del curso era yo. Me puso como voz líder y no me quedó otra. Era muy tímida, y gracias a cantar pasé de ser una niña NN a la cantante del barrio. No me animaba ni a salir a comprar pan, porque me daba mucha vergüenza saludar a los vecinos. Tuve que trascender eso con los años, aunque hoy me sigo considerando tímida”, confiesa.
- Ser la cantante del barrio, sin embargo, te daba una identidad a una edad en la que muchas veces uno se está buscando y no sabe bien quién es…
Sí, me ayudó a saber quién era. Pero no tenía muy claro que quería vivir de la música, porque no tenía ni idea de que se podía ganar plata con esto. En la secundaria sabía que me iba a dedicar a ella, pero lo veía como un hobby. Mi idea de trabajar era lo que hacía mi viejo, que era empleado, o mi mamá, que era ama de casa y se las rebuscaba con alguna que otra cosa.
A los 18 años, se presentó en un casting que realizó el programa Pasión de Sábado. Nerviosa, en la fila se encomendó a una figura fuera de este plano. “Gilda, ayudame en esta, por favor”, repetía internamente. Y ganó. Comenzó entonces una carrera meteórica, con dos discos casi inmediatos y shows por todas partes, a un ritmo que se le hizo difícil de sostener. Entró en una disyuntiva: estaba agotada, sabía que le pagaban menos de lo que le correspondía y estaba perdiendo la voz; pero sus padres estaban sin trabajo, y ella, con sus ingresos, mantenía a la familia. “Me daba miedo ir a hablar con mis productores para pedirles más plata. Me avergonzaba, y cuando me animaba, me decían que no. Y tenía que seguir, porque si no lo hacía, no se comía en casa. Esa situación fue medio rara, yo era muy chica y no está bueno cambiar los roles, yo no tenía que ser la que llevaba plata a casa. Pero era lo que me tocaba en ese momento. Esa mochila la tuve muchos años”, cuenta.
- ¿Ahí cambiaste de equipo?
Sí, me abrí de ellos y mi carrera comenzó a manejarla Mariano Zelaya, que había sido productor de mis discos, y fue convirtiéndose en amigo de toda mi familia. Nos daba consejos, iba a casa con regalos, era una persona encantadora. Nosotros no sabíamos nada de cómo manejarnos en la industria, y yo confié ciegamente en él. Al punto que se convirtió en mi pareja y estuvimos ocho años juntos. Le di todo el control de mi carrera, solo confiaba en él. Cuando me quise separar, esas decisiones se me volcaron en contra.
- ¿De qué manera?
Como él manejaba todo, incluyendo los contratos y las cuentas, hay muchas cosas que no llegaron a mí. Las regalías de mis primeros discos, por ejemplo. Me dominaba mucho, era más grande que yo, y me repetía que yo no era la artista que era por mis méritos, sino por los suyos. Me decía que, si nos separábamos, me iba a quedar sin nada, porque era incapaz de manejarme a mí misma. Entender que eso no era así fue muy difícil para mí, porque tenía instalado ese chip en mi cabeza, dudaba de todos los pasos que daba. Pensé en dejar de cantar, también en usar otro nombre.
- Transcurrió un tiempo de eso, ¿sentís que pudiste resolverlo?
Bastante, pero no por completo. Pasó un tiempo muy largo hasta que esa voz en mi cabeza se calló. Más allá de todo lo hermoso que me pasa, de haber crecido emocionalmente, de haber hecho terapias y entender que soy lo que quiero ser y no lo que me dicen los demás, aún hoy a veces me levanto a la mañana y tengo que callar algunas voces que vuelven a aparecer. Es un camino de todos los días fortalecer la autoestima. Yo fui víctima, y salir de ese papel de víctima es la parte más difícil. Por suerte, lo logré.
- ¿Te dabas cuenta de que eras víctima? ¿O sentías que estabas disfrutando y que las cosas sucedían como tenían que suceder?
Llegó un momento en que dije “Basta, tengo que disfrutar”. Pero creo que me di cuenta de que era víctima después de dejar de serlo. Cuando me empezaron a suceder cosas muy buenas, fui consciente de que estaba mucho mejor. Vi que dependía totalmente de mí, que ni siquiera dependía de que el otro dejara de decirme que no sirvo para nada o que no existo. Ahora escucho mi voz interior, lo que yo siento que puedo hacer. La otra persona es como un fantasma que va a venir todos los días. A veces esa vocecita aparece, pero puedo manejarla. Igual, creo que si no hubiese pasado todo lo que me pasó, hoy no sería ni la artista ni la mujer que soy. Eso me da orgullo, porque yo sé cómo estuve y cómo estoy hoy. Y sé cómo voy a estar mañana: mucho mejor.
- En paralelo a este proceso, tuviste que lidiar con el duelo por el fallecimiento de tu papá, ¿no?
Sí, lo fui despidiendo desde antes de que muriera. Tuvo cáncer de pulmón, la luchó, hizo quimioterapia y se recuperó en plena pandemia. Pero justo a la semana siguiente de recibir el alta, le agarró COVID y, con las defensas tan bajas como las tenía, no lo pudo soportar. “Ya está, pa, andá, ya peleaste un montón”, le dije. Lo dejé ir, pude tomármelo de otra manera. Cuando murió mi mamá, varios años antes, en cambio, sentí que me quedaban cosas pendientes, porque se fue en un momento en que yo estaba laburando un montón, me perdí un montón de cosas. Quizás por eso sentí su presencia después de su muerte.
“Canto desde que tengo uso de razón, y es parte de mi ser”.
- ¿Cómo fue eso?
Ella falleció y yo salí a trabajar a los dos días, no pude ni procesarlo. A ella le gustaba estar entre la gente, ir de público. Un par de veces me apareció de sorpresa en los shows, yo la veía mientras cantaba y le decía “Mamá, ¿qué hacés ahí?”. La gente se divertía en esa situación. Un día, estando ella fallecida, la vi en un show. Seguí cantando, porque a veces no tenés noción de lo que está pasando en el presente, pero un microsegundo después caí, giré y ella no estaba más. Era una visión. Sentí su presencia algunas veces más, hasta que la dejé ir. Hay que dejar ir a los seres queridos.
- Después de tu separación, lejos de apagarte, te expandiste. En 2020 sacaste el disco La reina, ¿fue una declaración de principios y una muestra de fortaleza?
Sí, tuve que reafirmarme como artista. Con ese disco entendí que, cuando uno da un paso importante, las cosas suceden. Me refiero a ese paso que te da miedo, que te pone nerviosa porque no sabés si vas a hacerlo bien, porque las inseguridades están siempre. Pasó eso, grabé ese disco totalmente independiente y sola, totalmente vulnerable, y gané mi primer Gardel. Y después comenzaron a suceder todas las cosas importantes, porque así se empezó a abrir el abanico de oportunidades.
Su voz llegó a otros ámbitos y eso derivó en convocatorias al Cantando y a Bailando por un sueño, escenarios que le permitieron alcanzar nuevos públicos y mostrar otras facetas. Su frescura frente a cámara y la intensidad con la que se sumerge en las historias de las canciones en cada interpretación la proyectaron más allá de la música. Planea, también, a partir de las giras como invitada de Los Ángeles Azules, un salto internacional.
- ¿Cómo se dio tu ingreso a la actuación?
Fue algo mágico. Mientras estaba haciendo el Cantando, desde Polka llamaron a mi manager para ofrecerme un papel. Creyeron que yo era actriz por mi postura frente a cámara. Así que me hice cargo, me gustó la idea. Nunca había hecho nada en ese sentido, pero era algo con lo que soñaba. La novela [N. de la R.: La 1-5/18, emitida por El Trece] fue un curso aceleradísimo de cómo contar una historia a través de un personaje totalmente diferente a mí.
- Cuando mirás todo lo que conseguiste en esta segunda etapa de tu carrera, ¿qué sentís?
Muchísimo orgullo. Demostré que quien me quería apagar no tenía ni tiene razón. Lo digo en presente porque sigue intentando silenciarme, voltear mi carrera. Pero ya no me siento amenazada ni mucho menos.
SCHOOL OF ROCK
Desde fines de junio, en el teatro Gran Rex, Ángela interpreta a Rosalie Mullins, la directora de la escuela donde Dewey Finn (Agustín Aristarán) convierte un aula infantil en una banda de rock. Sofía Pachano, Santiago Otero Ramos, Germán Tripel y tres grupos de niños que alternan las funciones completan el elenco.
“Mi personaje es un desafío interesante no solo desde lo actoral, sino también respecto al canto, porque es muy lírico. Tengo que correrme un poco de lo popero y lo cumbiero que tengo con mi voz y llevarlo a esa rectitud de lo clásico. Me parece muy divertido. También me encanta el trabajo en equipo que implica el teatro. En mis shows, resuelvo yo, pero aquí lo construimos entre todos”, cuenta Ángela.