La sentencia, solemne, cae con el peso de una verdad irrefutable: del ridículo no se vuelve. Aunque la realidad se esmere en desmentirla, conserva su carga aleccionadora. Desde su niñez, José María Listorti desconfió de aquella máxima y se propuso desafiarla una y otra vez. Comprobó que del ridículo no solo se podía regresar, sino que era deseable, hasta necesario, ir hacia él, revolcarse, incluso sumergirse, para volver con una recompensa casi adictiva: la risa de los otros. Aprendió, y jamás olvidó, que atravesar el portal hacia y desde el ridículo es lo que un comediante debe hacer.
Camina por la calle y la batería de latiguillos que convirtió en hits le cae encima como caricias que no siempre entiende de qué manera retribuir. Un “oOo” que no necesita contexto o la pregunta de si le gustó o no le gustó es la forma en la que el público le agradece las carcajadas frente a la pantalla. Él levanta la mano, sin saber bien cómo más responder, y sigue. No reniega ni se avergüenza de sus muletillas, al contrario: son cartas ganadoras que juega cuando lo necesita, que mantiene vivas en la radio, en sus redes sociales o en sus shows. Son, en definitiva, los insumos que le proveen alimento, del metafórico o emocional (las risas y aplausos) y también del más concreto.
Pero por más que sea reconocido al instante por frases y movimientos que acuñó entre los 90 y principios de los 2000, no se quedó estancado, sino que constantemente abre puertas y explora universos. De los sketches
humorísticos a la conducción en radio y televisión, por momentos hasta alejado (a su pesar) del humor, de allí al cine como productor para crearse oportunidades que se cansó de esperar y, desde hace un tiempo, en la comedia musical, donde se mueve como un experto a pesar de ser todavía un novato. Luego de su experiencia inaugural en Matilda, ahora encarna al cangrejo Sebastián, el comic relief de La Sirenita. “Todo es sobre la base de mucho laburo y esfuerzo, no es que me compré un billete de lotería, lo raspé y me tocó protagonizar La Sirenita. Me preparé un año y medio para este papel, que es el desafío más grande que tuve. En Matilda hice un musical, pero no tenía coreografía ni ensamble y no cantaba solo. Acá tengo pinzas en las manos, una mochila pesada con otras pinzas atrás, debo bailar y cantar dos temas, en especial el más conocido de la obra. En Bajo el mar, de hecho, hago algunos pasos míos por pedido de la coreógrafa. Cuando los ensayamos por primera vez, se cagaron de risa todos los chicos del ensamble”, cuenta.

- Más allá de todo ese trabajo, fue bastante azaroso tu ingreso al musical, ¿no?
Claro, yo nunca imaginé que algún día iba a hacer esto. Fui a Nueva York con Moni, veíamos comedias musicales, El joven Frankenstein, Wicked, El Rey León, Saigón, y yo las miraba sin el anhelo de que me tocara hacerlo. Simplemente era parte del público. No lo veía como algo posible. El que vio algo en mí fue Guido Zaffora: siendo él notero de Este es el show, me decía “Tenés algo de comedia musical, deberías hacer”, pero yo no le daba pelota. Un día, se cruzó en la calle con una de las productoras de Matilda, y ella le comentó que no encontraban al actor para el señor Wormwood, el papá de la protagonista. Guido les dijo que me llamaran y comenzó todo.
- ¿Cuándo empezaste a darte cuenta también vos de que podías hacerlo?
Yo lo empecé a ver cuando mis compañeros de Matilda, que son del palo, me decían “¿Hace cuánto hacés comedia musical?”, y no me creían que era mi primera vez. Lo digo con toda la humildad, pero me repetían que parecía que lo había hecho siempre. Siento que, como todo actor, como todo humorista, soy bueno observando. Entonces, puedo imitar a alguien que hace comedia musical y, al imitar, me sale.
- Estas dos obras que te tocaron en el género tienen una cuota importante de humor, ¿eso te ayudó?
Sí, seguro, aunque es muy distinto a lo que estoy acostumbrado a hacer. El musical no te permite sanatear ni improvisar mucho, porque tenés que seguir el guion a rajatabla. Hay tiempos musicales que respetar: empezás a decir un texto con una música de fondo, cuando esa música termina, canta alguien. En el medio, entran cosas, bajan cosas de arriba, aparecen otras de abajo, del costado. Está todo muy cronometrado.
Sentado en el sillón de su casa, junto a su papá y su abuela, se doblaba de la risa con las ocurrencias de Carlitos Balá. Tres generaciones, con sus formas de ver el mundo, con las distancias de perspectiva que por lógica las separan, eran atravesadas por los mismos chistes y sucumbían ante ellos. Al experimentar aquello, tuvo una revelación: intentaría, por todos los medios, adquirir ese poder. Decidido a hacer reír por sobre todas las cosas, montó sus primeros sketches en el colegio, donde también formó un grupo inspirado en Les Luthiers, al que llamó Les Comédiens. Ávido por acceder a los mecanismos que conducen a la risa, abordó a los integrantes del mítico grupo a la salida de un show. Carlos Núñez Cortés lo invitó a su casa y forjaron una amistad que todavía perdura.
Hijo de un carnicero y una ama de casa, no había en su familia algún contacto que pudiera facilitarle el acceso al medio artístico. Cuando se enteró de que Juan Carlos Calabró era locutor, vio en esa carrera la posibilidad de ingresar a los canales de televisión y a las radios. En tercer año de la carrera, comenzó como notero en la Rock and Pop, donde una de sus compañeras, Marcela Feudale, le contó que buscaban gente en Videomatch, un programa que se emitía por entonces a la medianoche. “No era habitual que alguien tuviera una filmadora y un micrófono inalámbrico en esa época, pero un amigo mío tenía. Me grabó haciendo como que me desmayaba en la calle, un chiste que no recuerdo mucho, lo edité con una videocasetera y se lo mandé al Chato Prada, que me llamó y me propuso hacer otro, pero bien grabado, con las cámaras del programa. Les gustó y quedé. Llegar no era lo más difícil, porque todos los días teníamos que generar nuestro propio material y competíamos para ver cuál quedaba en cada programa. Al final del día, le llegaban doce notas a Marcelo, y elegía siete”.

- ¿Cómo se sentía salir a buscar la nota de cada día?
Desesperación. Tenía en ese momento veinte años y pensaba que si no metía notas, me echaban. Era muy satisfactorio y muy estresante.
“Es una orquesta el humor, y el chiste es cuando algo desafina”.
Durante más de una década, probó chistes, gags, latiguillos, movimientos, hizo cámaras ocultas, parodias y todas las morisquetas de las que fue capaz para hacer reír a los demás. En el proceso, le surgió la necesidad de probarse en otro rol, como conductor, y esperó pacientemente la oportunidad hasta que entendió que, para que se presentara, primero debía provocar un desequilibrio. Renunció al programa más visto de todos y comenzó a explorar al frente de diversos ciclos, todavía con el humor como bandera.
- ¿La conducción la disfrutás por igual?
Sí, me gusta. No la última etapa en Este es el show, porque habían cambiado los temas que tocábamos. De repente, todos los temas eran pesados, yo tenía que abrir el programa con cara seria y música de tensión, presentar a un abogado detrás de otro, con móviles fuertes. Yo quería hacer humor, divertirme. Comencé a preguntarme por qué estaba haciendo eso. Volvía mal a casa, con una carga negativa. No tengo ganas de eso, tengo ganas de hacer reír, así que dejé.
- Haciendo reír, hay muchos recursos que, cuando los desplegás, funcionan, ¿qué pasa cuando un chiste no resulta?
Nada, es una posibilidad. Si un chiste no sirve más, lo tirás y listo. Ahora, si confiás en ese chiste, podés intentarlo nuevamente con alguna variante. A veces simplemente está mal puesto, iba en otro lado o tenía que ser dicho de una forma distinta. Es una orquesta el humor, y el chiste es cuando algo desafina. En esa desafinación está el chiste. Es más: el humor tiene que ser políticamente incorrecto, tiene que sonar mal, ser un tropezón, ser algo que te impacte. Por eso, cuando dicen “Con esto no se jode”, estoy en desacuerdo. Sí, hay que joder, si no, no hay humor.
- ¿Qué creés que le pasa al público con las personas que hacen humor?
Creo que se genera un cariño, quizá más que hacia quienes hacen algo dramático. Pero también siento que se da algo al revés: no hay tanta admiración hacia el humorista, porque el humor se subestima. No hay un Óscar a una película de humor, y tiene el mismo arte y el mismo laburo que un drama. ¿Cuándo viste a un actor cómico ganar un Óscar a la mejor actuación? Como si ser actor cómico fuese una pavada, y ser actor dramático, algo digno de un genio. Me parece que está muy subestimado el humor en la crítica. No tanto en la gente, que lo agradece. De hecho, vas a la calle Corrientes y las obras a las que mejor les va son comedias.
- ¿Te molesta eso?
Sí, me molesta que se subestime el humor. En el Martín Fierro hay una categoría de Mejor Actor y otra de Mejor Humorista, como si el humorista no fuese actor. Y hasta me parece que hay humoristas que son mejores actores que los dramáticos, porque el dramático a veces no puede hacer humor, y hay humoristas, como Francella o Emilio Disi, que pueden hacer drama.
- ¿Eso es una cuestión de carisma, más allá de la capacidad?
Y de no tenerle miedo al ridículo. El humorista tiende a hacer el ridículo, por eso es gracioso. Y si vos le tenés miedo al ridículo, no lo podés hacer. Después, hay distintos grados de ridiculez, pero tenés que ser ridículo.

CINE, TEATRO Y RADIO
Durante todo julio, José María se subirá al escenario del teatro Gran Rex para las múltiples funciones de La Sirenita. En paralelo, continúa con la conducción de Re tarde, de lunes a viernes de 16 a 19 por FM Pop 101.5.
Además, en vacaciones de invierno estrena la película El novio de mamá, que protagoniza junto a Dani “La Chepi”. Es el cuarto film que realiza desde que, en 2014, produjo, coescribió el guion y protagonizó Socios por accidente. Luego hubo una secuela de aquella comedia de acción junto a Pedro Alfonso, y en 2017 estrenó Cantantes en guerra.
Una vez que finalice la temporada de La Sirenita, saldrá de gira junto a Tertawa, Delivery de humor, un espectáculo que creó y lleva adelante junto a Pachu Peña y Sebastián Almada.