Es casi medianoche, y él nada. Solo unas horas atrás, sobre el escenario, todo su cuerpo, su emocionalidad, cada fibra de su ser se tensó al servicio de una puesta desmesurada en la que interpretó a una criatura compleja: carismática y despiadada, temerosa y voraz, poderosa y patética. Para limpiarse de todo aquello, para que ese cuerpo y esa mente alertas bajen la guardia, nada. En la pileta de su edificio, avanza de forma continua y sin apuro. Con el cuerpo cansado y la mente limpia, Joaquín Furriel emerge y está listo para reposar. La dedicación que brinda a su trabajo (hoy interpretando a Ricardo III en la versión libre que Calixto Bieito realizó del clásico shakespeariano) es la de un atleta: la vida entera se ordena en torno a él. No es un sacrificio, ni mucho menos, sino simplemente el modo en que funciona. La manera en la que encontró satisfacción desde los trece años, la que acomoda el caos vital en un cosmos muy propio.
Desde hace un tiempo, decidió que cada cuatro años tomaría una pausa en su agenda audiovisual para dedicarse al teatro clásico, de texto, donde alguna vez dijo que todo cobra un sentido mayor: “Este tipo de obras te invitan a estar todo el tiempo en una zona vivencial, emocional y filosófica de dimensiones que no son cotidianas. Siento que cuando entro en estas experiencias salgo modificado como persona y como actor. Hay algo del orden de lo mágico que no se puede expresar muy bien, que estas obras te invitan todo el tiempo a expandir”, explica.
En el proceso de búsqueda del siguiente proyecto de este tipo, buceó en obras de Chejov e Ibsen, y desembocó en el autor que más lo convoca: Shakespeare. Dentro del material disponible, sobresalía Ricardo III, su crueldad, lo que esta crueldad tiene hoy para decir, y la idea de bajarle el precio a través del humor. Movió, entonces, todos los engranajes posibles hasta llevarlo a cabo. A su compromiso habitual con la actuación le sumó el desafío de involucrarse como productor artístico, asumiendo más responsabilidades de gestión y creativas. “Sentí que, con 50 años y con todo el recorrido que tengo como actor, podía involucrarme física, emocional y psicológicamente con el personaje para llevarlo a un lugar donde por momentos la experiencia sea grotesca y pase muy rápido del humor al drama”, cuenta.

- ¿Cómo se equilibra la seguridad que te brinda el recorrido para enfrentar algo así con la idea, que solés mencionar, de que la experiencia no te sirve ante lo nuevo?
Lo que pasa es que son diferentes interrogantes. Me pasó, a los 30 años, que me ofrecieron Hamlet, lo leí y tenía ganas de hacerlo, pero también sentía que no contaba con las herramientas. Y recién hice
Hamlet doce o trece años después. Hay personajes que, cuando los leo, me dan la impresión de que no los puedo habitar, no les puedo poner el cuerpo. Otros, sí. Y cuando tengo la sensación de que puedo, eso no significa que consiga resolverlo bien. Ahí arranca otro interrogante. Lo primero es casi una cuestión de fe: confío en que lo puedo hacer, creo en mí y voy para adelante. La siguiente estación a ese pensamiento es “¿Y cómo lo hago?”.
- Aquella seguridad, ¿dónde queda?
En haber aceptado. Después, hay un personaje nuevo, una obra nueva, un elenco nuevo y un director con una idea que también para uno es nueva. Y, ahí, todo lo que te dio seguridad para decir que sí desaparece. Toma su lugar el interrogante de si lo podré hacer en ese contexto y de esa manera. Siento que si estoy más conectado con los interrogantes que con las respuestas, funciono mejor. Porque en mí la sensación de riesgo está ahí. Juego al fleje deliberadamente, arriesgo e incomodo el partido que me estoy jugando a mí mismo. Esa dialéctica me funciona como una posibilidad de crecimiento. La sensación de que si sale mal, sale muy mal me estimula a trabajar lo máximo que puedo. Porque también intuyo que si llega a salir bien, va a salir muy bien.
- ¿Qué significa que salga bien?
Que sea algo novedoso para mí. Y si es novedoso para mí, asumo que el espectador va a recibir esa energía. Si estoy jugando un partido que ya jugué muchas veces y no arriesgo nada, no me funciona. Nunca fui así. Desde chiquito me impulsa la curiosidad, que me lleva también a tener sensaciones de fracaso. Hace mucho tiempo descubrí que, aun en esos momentos, hay aprendizaje.

- ¿El placer está en esa incomodidad? ¿O, una vez que la sorteás, en descubrir que intentaste algo difícil y te salió?
No lo tengo claro. Yo siento placer en la incomodidad del trabajo. Siento que cuanto más complejo, me genera mucho más placer. De hecho, a esta altura, sin darme cuenta, me mandé dos o tres trabajos que si hubiera sido muy consciente en su momento, quizás no los habría hecho. Uno de ellos es El patrón, radiografía de un crimen: había mucha complejidad interpretativa para resolver, y sin embargo me metí. Esta vez, las semanas de ensayo que tuvimos con Calixto para mí fueron muy estimulantes, siempre estaba alerta, con todos los sentidos despiertos. Miraba hasta por la nuca en el escenario, estaba muy atento a todo. Eso me da placer, si asumo que el placer es la sensación de estar vivo. Vale la pena estar vivo cuando me pasan esas cosas.
«En el teatro todo el cuerpo expresa, no es lo mismo poner la mano de una manera que de otra».
- Daría la sensación de que hace rato las cosas te vienen saliendo muy bien, ¿cuál fue el último palo que te pegaste, que salió muy mal?
Hay dos proyectos que no hice, que avancé un poco y los dejé. Para mí, yo ahí me la puse, porque nunca tendría que haberlos considerado siquiera. El hecho de haberlos considerado es haber estado un poco perdido. De un tiempo a esta parte, el beneficio de los años me dio la tranquilidad de saber qué cosas me gusta hacer y cuáles no. Y no tengo que pelearme más con lo que no me gusta, por más que alguien crea que debería hacerlo por una cuestión estratégica. Esos terrenos especulativos, cuando era más chico, me generaban más contradicciones. A lo mejor, tiene que ver con eso: cuando te relajás en la especulación, aparece algo más auténtico y ya no importa si está bien o mal, porque es auténtico y listo. Hay gente, por ejemplo, que puede criticar decisiones de Calixto o cosas de mi interpretación, pero no tengo dudas de que hay unanimidad en que la experiencia es auténtica. Eso se logra al trabajar con gente muy virtuosa. Yo trato de estar siempre con gente con la que puedo aprender.
- Ubicarte frecuentemente en el lugar del alumno es algo que te interesa, ¿no?
Sí, me gusta estar en ese lugar de aprendizaje para después hacerlo mío, adueñármelo. Si estoy conectado con todo lo que hay para aprender, interpelo mi subjetividad. Y, al hacerlo, funciono de una manera menos prejuiciosa, puedo entender un poco más por qué la gente hace las cosas que hace o piensa como piensa, aun si yo no estoy de acuerdo. Trato de no responder emocionalmente a eso, soy una persona más de carácter analítico y creo que elegí una buena profesión para analizar la especie humana. Esto se trata de observar. Si hago un personaje que tiene que comer, por ejemplo, me pregunto cómo lo hace, cómo agarra los cubiertos, cómo mastica, si habla mientras tanto. Todos lo hacemos de un modo particular. Parece una pavada, pero cuando lo llevás a cabo en escena, el momento se llena de vida. Y eso es lo que tenemos que hacer nosotros: imprimir vida de la mentira, de la ficción, de lo manipulado.
- ¿Esa observación es constante? ¿O se activa en determinadas circunstancias?
Es trabajo de campo, lo hago pura y exclusivamente según el personaje que tenga que interpretar. Si, de repente, sé que dentro de seis meses me voy a meter con tal tema, naturalmente empiezo a dejar afuera un montón de otras cosas y empiezo a interesarme por gente que está cercana al tema en cuestión, por literatura y películas que hablen de eso, música que lo evoque. De a poco, voy empezando a habitar un territorio nuevo, el cuerpo de un personaje que al principio no sé cómo hacer.

- De algún modo, te organiza la vida…
Sí, yo no la paso de la misma manera cuando estoy involucrado en un proyecto que cuando no. Los meses que estuve trabajando con Ricardo III fueron de los más lindos de mi vida. Disfruto mucho investigando, buscando un gesto. Te doy un ejemplo: en el teatro San Martín hay una foto que le sacó Carlos Furman al director Tadeusz Kantor, que estaba arriba del escenario viendo a sus actores. En la foto, Kantor tiene la mano sobre el ojo derecho, hay tensión en sus dedos, aunque su mirada está relajada. Yo hago ese gesto en el escenario. Cada noche vienen 950 personas a la función, y hasta ahora, una sola cachó la referencia. No importa, porque no es un acertijo, sino algo que me sirvió para expresar. También tengo un libro del artista plástico Egon Schiele, y cada vez que hago teatro, recurro a él, porque la gestualidad de las manos de sus personajes me interesa mucho. En el teatro todo el cuerpo expresa, no es lo mismo poner la mano de una manera que de otra. Hay muchísimo trabajo, no tengo ningún espacio vacío, habitacionalmente, en el escenario. Es lo que me gusta como actor, lo que me parece que tengo que hacer: no soltar el hábitat en ningún momento. Tengo que cautivar la atención del espectador.
GIRA Y REFUGIO
Luego del éxito de la ambiciosa puesta en el teatro San Martín, a fin de mes La verdadera historia de Ricardo III se presentará en España (en los Teatros del Canal, en Madrid, y en el Teatro Arriaga, en Bilbao). Antes, el 19, estrenará en Netflix la serie española El refugio atómico, creación de Álex Pina y Esther Martínez Lobato, culpables de La casa de papel. Allí, encarnará a un integrante del selecto grupo de millonarios que accede a un búnker que los protege de la devastación de la guerra nuclear. Luego, en noviembre, volverá a la Argentina para filmar una película de Hernán Goldfrid (con quien trabajó en la serie El jardín de bronce), en la que compartirá elenco con Diego Peretti.
Agradecemos:
Estudio Paula Rey – Makeup Julieta Bellina