Cuanto más ocupada está, mejor es para Lorena Vega. Si tiene varios proyectos en simultáneo, la actriz, directora y dramaturga siente que puede entregarle la cuota justa de intensidad a cada uno. Es así como, además de disfrutar del éxito en el que se convirtió Imprenteros –una obra teatral de su autoría que se expandió hasta convertirse en un libro, una muestra y, ahora, un documental–, está en cartel con otras tres obras: Yo Encarnación Azcurra, La vida extraordinaria y Las cautivas.
La actuación es para ella un trabajo y un lugar de exploración. Por eso, en Imprenteros indagó en su propia vida, en cómo fue crecer en una casa de clase trabajadora, al límite de las carencias. La historia se centra en la figura del padre, dueño de una imprenta, y en los acontecimientos y emociones que se generaron con su muerte.
En 2018, cuando comenzó a bocetar este biodrama teatral, invitó a sus hermanos –ninguno de los dos vinculado al mundo actoral– a ser parte. Sergio, que continúa con el oficio paterno, se sumó rápidamente, en cambio a Federico, recibido de contador, le costó más aceptar. Ahora, los tres se suben al escenario desde hace seis temporadas, en una obra que, con la intimidad de una familia, se convirtió en un suceso del circuito independiente del teatro porteño.
Además de un recorrido teatral exquisito, Lorena tiene en su trayectoria de más de treinta años trabajos en cine, televisión y ficciones para plataformas. Recientemente, fue parte de la película Norma, con Mercedes Morán, y de la serie El fin del amor, con Lali Espósito.
¿Imprenteros se convirtió en un fenómeno?
Que es un fenómeno lo dice la gente, yo no lo nombro así. Tuve la suerte de haber creado algo con un gran nivel de identificación y de resonancia en el público. A partir de las devoluciones, creo que la fuerza que tiene es haber hablado en nombre propio, desde lo que somos, trabajadores gráficos y escénicos de la clase obrera. Está contado desde ahí y están contados los vínculos afectados por el dinero, la relación económica es un tipo de red vincular que identifica a nuestro pueblo y a nuestra manera de vivir. Haber podido articular un relato genuino y honesto sobre eso excede nuestra propia historia y pasa a hablar de la historia de muchos. Ahí radica la fuerza del material, combinado con una poética y algo no pretencioso, que no es solemne, y que ingresa por el lado de la risa, el humor y la empatía.
Se estrena el documental, ¿qué otros desafíos te propuso?
Muchos, era la primera vez que asumía la dirección de algo audiovisual [codirige con Gonzalo Zapico]. Me encontré con el abismo de tener mucho material, ver que había muchas películas posibles y que era muy difícil decidir para dónde ir. También, mi voz en off fue un punto de inflexión. Confiaba en que hablar en primera persona, después del libro y la obra, no iba a ser una dificultad y, por el contrario, tuve que trabajarlo muchísimo. El mérito de la obra es haber encontrado el tono justo para narrar la historia, la película me demostró qué tan difícil es. El trabajo de afinar eso fue muy interesante y duro, haberlo atravesado me transformó, me da alegría y alivio haberla encontrado.
¿Qué comparten entre ellos?
Si bien son piezas hermanas, son productos autónomos, autoportantes, que tienen su propio espíritu y singularidad. En todos los casos, está presente una poética que me representa, un relato propio que siempre está buscando la poesía y que necesita del humor, porque yo lo necesito en la vida, es mi manera de mirar las cosas. En ese sentido, son piezas representativas de un lenguaje que voy investigando, probando, depurando, que en definitiva es la manera de conocerme a mí misma expresándome. Todos son maquinarias, poéticas que trabajan sobre la memoria y el relato de personas.
¿Qué tienen en común el mundo gráfico y el teatral?
Dejar huella, plasmar historias, articular relatos y la dedicación por un trabajo artesanal que necesita mucho del cuerpo, son trabajos corporales, y el cuerpo para mí es relato, es un territorio expresivo. Son dos oficios que se dedican a contar historias.
Estás con varias obras en cartel, ¿le suma al oficio?
Me gusta por varios motivos. En principio, porque está bueno que las obras perduren en el tiempo, porque crecen, se van afinando y son cada vez mejores. Además, me gusta mucho entrenar, como no puedo tomar clases por falta de tiempo, al actuar seguís pensando la actuación y probando cosas, experimentando. Por otro lado, es trabajo. Todo el mundo trabaja todos los días, entonces es ir a laburar y a estar concentrada cada vez en algo muy delicado, son piezas muy de relojería que, para que funcionen, hay que enfocar. En lo personal, cuanto más ocupada, mejor, mi cabeza se organiza mejor de ese modo que con el tiempo libre. Con una sola obra, el nivel de obsesión y de exigencia sobre ese material es tan grande que siento que lo termino atorando.
CAFÉ CON ESTRENO
“Tomo café solamente en bares, en mi casa no. Lo prefiero solo sin leche ni azúcar”, cuenta la actriz. Luego de su estreno mundial en el festival BAFICI, donde obtuvo una mención especial del jurado, el documental Imprenteros podrá verse en agosto en dos salas de cine de CABA. Por un lado, en el Malba; y por otro, en la Sala Lugones del Complejo Teatral de Buenos Aires. “A diferencia de la obra, que se centra en el padre, en la película hay más presencia de nuestra madre”, revela.