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Ernesto Argento: Un siglo sacando brillo

Este mes, Casa Argento cumple cien años. El salón de lustrar es una cápsula que conserva una época, pero también una nave que se fue adaptando a los tiempos que recorrió en este viaje. “Lustrar los zapatos es como tocar un violín”, dice Ernesto Argento, guardián de esta historia.

El 11 de septiembre de 1924, José Argento abrió las puertas de su salón de lustrar, que en el fondo tenía una peluquería y barbería. Cien años más tarde, su nieto Ernesto y su bisnieto Agustín, tercera y cuarta generación familiar al mando del negocio, mantienen vivo su legado. El fondo del local, ubicado en el microcentro porteño, se fue adaptando a los vaivenes económicos y las necesidades comerciales. Ostentó las únicas fotocopiadoras de la zona en los años 80, y hoy es espacio para una agencia de lotería y quiniela. El frente resiste estoico los cambios en la moda y las costumbres, y se erige como orgulloso testimonio de época.

Dos escalones altos, como de tribuna, pero elegantes como los clientes que durante un siglo subieron a ellos, se disponen a la izquierda, apenas se ingresa. En el más alto, se sienta el visitante; mientras que en el primero se levantan firmes los apoyapiés de metal sobre los que los lustradores ejercen su arte. “Lustrar zapatos es como tocar un violín, el movimiento del cepillo tiene que ser parecido”, repite Ernesto el slogan que le legó su padre, también Ernesto. Aunque ninguno de los dos haya tocado jamás un violín, la convicción de cómo debe moverse su arco para sacarle música se mantiene inalterable: es como lustrar zapatos.

José tuvo siete hijas y cuatro hijos. De ellos, solo Juan, Alfredo y Ernesto se interesaron por el negocio. Juan no tuvo hijos, los de Alfredo se dedicaron a otras artes, y el segundo Ernesto de esta historia, el que hoy la cuenta, también comenzó su vida laboral por fuera del salón. A sus 16 años, solo iba allí para sacar fotocopias, y de tanto ver el lugar lleno y a su familia haciendo malabares para atender a todos, ofreció su fuerza de trabajo. “Por mí, no hay problema, pero hay que ver si te llevás bien con tu tío”, le aclaró su papá. Se llevó tan bien que cuando los tíos y su padre dejaron este plano, fue él quien se puso el local al hombro.

Al año siguiente de la muerte de Ernesto padre, un arquitecto que trabajaba en el Gobierno de la ciudad llegó al salón, lo recorrió observando cada detalle y le comunicó a Ernesto hijo que el lugar tenía todo para ser declarado Testimonio Vivo de la Memoria Ciudadana. “Cuando me dijo eso, yo me emocioné. ‘Qué lástima que mi viejo no está vivo para escuchar esto’, pensé”, recuerda. Poco después, una productora de cine realizó una inspección similar a la del arquitecto y pidió el lugar para filmar algunas escenas de La señal, con Ricardo Darín y Diego Peretti. Fue entonces cuando Ernesto comenzó a pispear hacia delante y vio que el centenario no estaba tan lejos.

Pero 17 años pueden ser demasiado tiempo, y más en la Argentina, y más todavía con una pandemia en el medio. Aquel negocio que alimentaba a ocho familias ya no producía lo mismo. Las zapatillas ganaron espacio y desplazaron a los zapatos en muchos pies masculinos, reduciendo el espectro de clientes posibles. De todos modos, hombres de negocios, en microcentro, no se extinguirían. A menos que se cerrara todo. “. Después de la pandemia, el negocio no volvió a ser el mismo, la zona recién ahora está empezando a recobrar un poquito el sentido. Los lustradores de más años comenzaron a quedarse en casa; el año pasado murió el que más tiempo me acompañó”, repasa Ernesto.

Con ese panorama, se acercó Agustín, que renunció a su trabajo y se ofreció, tal como su padre lo había hecho en 1984. Su ingreso revitalizó el salón, que hace un tiempo experimenta la novedad de atender a mujeres, algo impensable en sus inicios. Botas, bucaneras y borceguíes son ahora los habitués del lugar. 

Casa Argento es Testimonio Vivo de la Memoria Ciudadana, pero, sobre todo, es testimonio vivo de la memoria de la familia Argento. Y llega a los cien años. “Aquí dicen que si no tomaste un café en La Banca, si no te hiciste un traje en Carbone y no te lustraste los zapatos en lo de Argento, es porque no conocés microcentro”, infla el pecho Ernesto, el guardián de ese legado. 

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