Patricio Cini es sencillamente “Pato”, paseador de perros de la zona norte de la ciudad de Córdoba. También tiene una guardería canina, que atiende como si fuera un jardín de infantes.
Foto: Sebastián Salguero
Si no hubiera sido por Merlina, hoy Sam no estaría detrás de la puerta moviendo la cola, esperando ansioso a que sean las siete, así esté oscuro y frío, con el sol recién salido o lloviznando. Si no hubiera sido por la destreza y elegancia de aquella ovejera (y también por las casualidades de la vida), hoy Sam no se hubiera subido de un salto a la combi de Pato buscando su lugar y asomando la lengua por la ventanilla para saludar al próximo compañero de aventura. Los perros del barrio hoy no hubieran salido a pasear si la perra de Patricio Cini no hubiera cautivado a los jueces de aquella competencia canina en La Rural, hace 23 años.
En el verano de 2001, mientras estaba de vacaciones en la playa, a Patricio le avisaron que no le renovarían su contrato de trabajo. La noticia llegaba a tres meses del nacimiento de su primera hija, sin casa propia, pagando un alquiler y, como él dice, con una mano atrás y otra adelante.
Hoy, a los 52 años, cuenta que pasó por muchas carreras y oficios. Se tomó un año sabático, tuvo una agencia de modelos cuando era muy joven, cursó tres años de Arquitectura y dos de Ingeniería Mecánica, hasta que sus padres le dieron el ultimátum. Entonces trabajó manejando minibuses entre las ciudades de Villa Allende y la capital cordobesa mientras se costeaba la carrera de Diseño Gráfico en una universidad privada de la que finalmente egresó con nueve de promedio. Se casó, fue padre de dos nenas, ejerció su profesión en distintas dependencias oficiales y tuvo el orgullo de haber diseñado, entre otras cosas, los “cospeles” que se utilizaron durante muchos años para viajar en el transporte público de Córdoba.
“Senté cabeza”, dice, y lo reafirma con sus manos. Pero aquel verano de 2001 la pregunta crucial fue “¿Qué hago?”. “Pato, si vos tenés feeling con los perros, por qué no entrenás los nuestros para las competencias…”, le dijeron sus amigos criadores de rottweiler. “¿Viste cuando vos decís ‘es mi hobbie’, pero no ves que le puedas sacar provecho económico?, está lejos la luz del túnel”, pensó, pero empezó con ellos. Entrenó, comenzó a ir a exposiciones y a ganar premios. “Empecé a entrenar a Merlina porque me gustó. Nunca estudié, leía y me salía”. Tan bien le salía que después de un concurso lo abordó un empresario muy importante ofreciéndole lo que quisiera por la ovejera. “Mi perra se ponía a la par de los perros de Ejército –se entusiasma–; hacía cuerpo a tierra, saltaba el aro, las rayas, saltaba por una ventana, nadie lo podía creer…”. La oferta era tentadora, pero ni siquiera lo pensó. Su perra era su hija. No hizo negocio, pero terminó de darse cuenta de que su amigo Hugo tenía razón cuando le decía “Tenés oro en polvo en las manos”. Y ahí empezó.
Primero le sacó el asiento de atrás al auto familiar, compró un carro y repartió folletos de “Adiestro perros”. El primer año tuvo seis, a los seis meses, doce, pero los números no le daban. “Como soy descendiente de gitanos y me gusta comprar y vender, me iba salvando, mi señora también me ayudó un montón”, señala sobre Érica, que es odontóloga. Al tercer año empezó a funcionar, y recién a los diez comprobó que era un negocio. Hoy pasea en doble turno por las mañanas a “sesenta y pico” de mascotas que viven en la misma zona.
Salchichas, belgas, caniches, boxer, dogos, labradores, criollos… todos conviven en paz adentro de la combi. Viajan atados con sus correas, cada uno en su lugar, hasta llegar a la orilla del río, donde juegan y husmean en libertad. Alguna vez se les cruzó una liebre, pero la cosa no pasó a mayores.
“Los perros son como los humanos: tienen días muy buenos y días en que alguno viene medio chiflado, ese día no lo llevo, me doy cuenta. Alguno ya es así –dice Pato–, entonces sé al lado de qué perro ponerlo”.
Una hora de paseo y están de vuelta. No hacen falta relojes, solo ladridos cansados y felices, y el ruido del motor otra vez, para darse cuenta. Sam entra moviendo la cola, para las orejas y mira hacia afuera. Pato tiene razón, los perros son como los humanos y mejor. “Son ángeles –dice–, porque por algo están en tu casa”.