Marcela Mammana se formó con los mejores maestros del mundo en restablecer el esplendor original de piezas antiguas. Ahora va por su sueño dorado: restaurar la Catedral de Córdoba.
Foto: Sebastián Salguero
La respiración de la gente, el esmog, el polvillo, el humo de las velas, el paso del tiempo, todo eso va degradando y deteriorando las obras de arte. A veces se forma una película de cuatro milímetros, como una pasta, y lo primero que se hace es una limpieza con pincel. Hay que ver todo lo que se logra con eso”, describe Marcela Mammana.
En la tarea de restablecer el esplendor original de una pintura, de un altar jesuita dorado a la hoja o de una capilla con frescos a la usanza italiana, después es posible encontrarse con problemas mayores, como grietas, cuarteados (craquelet), hongos o eflorescencias, por no hablar de revoques caídos por la filtración del agua, la peor de las amenazas. Por eso advierte que “es importantísimo el mantenimiento y la prevención”.
Muy joven, hace 35 años, apenas egresada de la Escuela Superior de Bellas Artes de Córdoba con un promedio brillante de 9,42 –y aunque era muy buena pintando (de hecho se pagó con sus cuadros los primeros viajes a Italia, cursos, seminarios y becas por Europa)–, ingresó en el camino de la conservación del patrimonio cultural y no se apartó nunca más.
Hoy goza de gran prestigio, pero hay una anécdota muy simpática en sus comienzos. A punto de recibirse, le llevó unos cuadros a su marquero de confianza y lo encontró muy angustiado porque había dañado con un clavo la obra de un cliente. “Era un Cerrito [por el pintor italiano Egidio Cerrito], un óleo con mucha textura al que se le había saltado la pintura. Lo vi tan desesperado que le dije que lo iba a ayudar. Y la verdad que me quedó muy bien”, se ríe.
Luego, en la charla, aparece varias veces su vocación pionera en este “arte de curar”. Fue la primera alumna del taller-escuela de Domingo Biffarella, la primera restauradora egresada del Museo Genaro Pérez, una de las pocas que estudió Peritaje y Autenticación de Obras de Arte en la universidad española Miguel de Cervantes y que integra la consultora internacional Givoa. Es la primera mujer que recibió –el año pasado– la distinción honorífica de la Orden de Mérito de la República de Italia, es la agente oficial en la Argentina del Palazzo Spinelli de Florencia y tiene teléfono abierto con Michel Menú, el director científico del Museo del Louvre.
Marcela restauró las pinacotecas del Tribunal Superior de Justicia y de la Fundación San Roque, y les devolvió el esplendor a los cuatro murales de la iglesia Santo Domingo y al monumento al Dante Alighieri de la capital cordobesa. Es la mano que aplicó una técnica ultrasofisticada para recuperar los frescos de la capilla Buffo, en Unquillo, y que rescató la vasta obra de Fernando Bonfiglioli en Villa María, o la iglesia de Tulumba, de 1698.
Es la asesora familiar para la conservación del legado de Augusto Ferrari, el arquitecto de la iglesia Los Capuchinos, donde además cumplió el sueño de trabajar, y ahora está feliz concretando otra fantasía: recuperar la Catedral de la ciudad de Córdoba, monumento histórico nacional.
A Marcela se la puede reconocer en la calle por sus rulos endemoniados, por sus ojos moros y porque carga en su mano derecha un portacosméticos adaptado como maletín de doctor donde lleva pinceles, pigmentos y los “remedios” que preparó a las seis de la mañana. “Adoro la magia del alba, ese instante infinito donde la luz lucha por nacer”, confiesa.
Infaltable, también, es el canasto de madera que va con ella de andamio en andamio, con frascos, espátulas, el equipo de dorado a la hoja, el lapislázuli que es casi su alter ego (en todas las obras siempre aplica algún puntito) y un lustrador a gamuza que compró en Egipto durante un encuentro de restauradores en la Nueva Biblioteca de Alejandría.
Marcela pierde el registro del tiempo cuando trabaja. El día se le hace de noche sin sacarle la vista al detalle de esa jornada. “Duermo poco y la espalda me duele mucho –se ríe–. Paso horas enteras en posiciones rígidas, pero una vez que terminás la obra, te sentás, la mirás y ves que ha podido surgir nuevamente todo eso que estaba oculto, perdido, tapado, es lo más parecido al éxtasis. Es mi íntimo placer”.