Escritor y navegante, Juan Bautista Duizeide recorrió los mares del mundo a bordo de todo tipo de embarcaciones. Cuando dejó de navegar, se dedicó a la literatura. Historia de un marplatense que sigue guiándose por los ciclos del agua.
Foto Pepe Mateos
Desde que tiene uso de memoria supo que quería navegar. Le fascinaba ir a pasear con sus abuelos de Necochea al puerto de Quequén, donde se vendían partes de barcos desguazados. “Me podía pasar horas mirando timones, anclas, mástiles, y casi todas mis lecturas infantiles fueron sobre viajes en barco. Así que mi pasión por navegar y por la literatura crecieron juntas”, cuenta el marplatense Juan Bautista Duizeide, quien pasó gran parte de su vida a bordo de buques cargueros, petroleros y muchos otros, y hoy vive, también rodeado de agua, en una isla del Tigre.
Sin embargo, en su casa no se ven piezas de barcos ni instrumentos de navegación, como podría esperarse, aunque sí una infinidad de libros cubriendo casi todas las paredes; incluidos los que él mismo escribió, inspirados en su propia vida marinera.
Cuenta que, aunque en su familia no había marinos, sus padres respetaron su vocación y lo enviaron a cursar la secundaria al Liceo Naval. Allí soportó la disciplina militar y la dura exigencia física, e hizo sus primeras experiencias de navegación tanto en río como en mar abierto. “Tuve allí un profesor de Literatura excelente que nos hacía leer a Borges, a Cortázar, a García Lorca y muchísimos otros autores, y por suerte lo pude aprovechar al máximo”, cuenta.
Después ingresó en la Escuela Nacional de Náutica, en Buenos Aires, de la que egresó como piloto naval y empezó a navegar en barcos cargueros mientras, al mismo tiempo, estudiaba Periodismo en la Universidad de La Plata. “Había una bolsa de trabajo en la que uno se anotaba y podía elegir qué viajes hacer –explica–, entonces me las arreglaba para ir a navegar en los meses de vacaciones”.
De sus aventuras con alta adrenalina en alta mar, recuerda un barco granelero viejo y derruido en el que navegó desde Necochea hasta Perú y Ecuador, de ida por el estrecho de Magallanes y de vuelta por el cabo de Hornos: “Sentíamos que podía estallar en mil pedazos en cualquier momento”. O un pesquero que estuvo a punto de darse vuelta a causa de una ola gigantesca en el Atlántico Sur, no demasiado lejos de la isla de los Estados: “Lo contuvo el peso de las redes en el agua cuando estaba completamente acostado”.
Llegó hasta el mar del Norte y el Báltico, en Europa; pero se vio obligado a abandonar la vida de marino cuando en la década del 90, era de privatizaciones, la flota mercante fue reducida al mínimo: “Pasamos de tener 200 barcos con pabellón nacional a solo diez, y hoy no queda ninguno”, se lamenta. Sin chances de volver a embarcarse, derivó hacia su otra vocación: “Dejé de navegar y empecé a escribir, una cosa reemplazó a la otra”, resume. Así vieron la luz las novelas Kanaka y La canción del naufragio, y los cuentos de Noche cerrada mar abierto.
“La navegación es un tema fascinante para la literatura, porque todo el tiempo suceden cosas cercanas a lo fantástico, y son cosas que conozco, sobre las cuales no necesito documentarme. Además, el hecho de que un grupo de personas esté obligado a convivir es casi un laboratorio de conductas muy interesante porque se caen todas las caretas y siempre hay tensiones y conflictos”, explica.
Un hallazgo en este camino fue el descubrimiento de la novela Sudeste, de Haroldo Conti. “Me encontré con alguien, un argentino, que narra su experiencia como navegante en el Delta del Paraná, cuando en general la literatura argentina suele contar historias de pasajeros más que de tripulantes, a diferencia de los anglosajones Conrad, Stevenson o Melville”, explica. De hecho, también compiló para la editorial Adriana Hidalgo dos volúmenes de cuentos de autores clásicos del género como los mencionados.
La pandemia lo sorprendió en la isla: “Es el mejor lugar”, admite. Desde allí, dedica sus días a escribir, traducir y dictar talleres de escritura y de lectura, tanto presenciales como on-line. “Son las típicas ‘changas’ de las que vivimos los escritores, que un día están y al día siguiente no”, explica. De todas formas, admite la satisfacción de hacer lo que le gusta y de seguir siendo fiel al medio acuático en su isla, donde el ritmo de su vida cotidiana también se guía por los ciclos del agua, también con sus crecientes y sus bajantes.