Artista plástica, poeta, editora, música e incansable promotora del juego y la creatividad, Silvia Katz dirige desde hace más de 30 años el Taller Azul en Salta. Un espacio de arte para chicas y chicos “con pajaritos en la cabeza”.
En el universo de Silvia Katz entran todas las palabras: las de antes, las de ahora y las que vendrán. Las rimas, los colores, también los sentimientos y las emociones. La realidad entra y sale transformada de allí. De hecho, puede decirse que es un lugar donde nada está siempre en el mismo lugar y en el que lo único que persiste es el azul y las ganas de crear todo el tiempo.
“Soy muy ututa”, asegura Silvia, y enseguida aclara que “ututo” es el nombre que le dan en Salta a la lagartija finita que se mete en todas partes. Los animales forman parte de su ecosistema: tiene tres gatos, peces, una rana y dos tortugas. “Cuento con el privilegio de vivir en el centro y tener un patio enorme, con higueras, donde aparecen los duendes de las fiestas”, dice por estos días en los que está pensando cómo festejará su cumpleaños.
Desde 1987 coordina el Taller Azul, un espacio de arte y literatura para las infancias. Y desde su editorial Laralazul edita sus propios libros y también los que producen los chicos cada año. El último se llama Navegantes: postales de la pandemia desde un puerto siempre azul. En total, lleva publicados 23.
En febrero ganó el primer premio de poesía en la edición XVIII del Premio Luna de Aire, de la Universidad de Castilla-La Mancha y Ediciones SM. Y se prepara para publicar el libro de poemas con el que ganó el segundo premio provincial en 2019.
También forma parte de Allá Ellas, un colectivo de mujeres artistas plásticas con el que arman muestras, editan libros y organizan performances.
A Silvia no le gustan los rótulos, prefiere no encasillarse y «beber de distintos ríos». Luego de recibir el premio internacional, armó un proyecto musical para el que convocó a músicas amigas y grabó en estudio la primera de las canciones (una zamba) de un disco que aún no tiene título.
Los ríos donde bebe la llevan siempre hacia la poesía. Este año, en el taller trabajaron de un modo similar al de los diccionarios de “El pequeño ilustrado”, donde los chicos definían palabras y las ilustraban. “Este es del estilo de aquel, pero trabajando más la metáfora”, explica, mientras busca ejemplos en su computadora y comparte la magia: AMOR “es una biblioteca de sentimientos”, “una lámpara que enciende los abrazos” o “un sol tan grande como el cielo entero”. También es “como comer un melón” o “fuerte como el fuego”. Y POEMA es “un rugido de rimas y palabras silenciosas”, o “un amuleto que te salva”, tal cual se lo imaginó Rodrigo, quien tiene apenas seis años.
“Vamos trabajando sobre frases, jugando con las palabras. La idea es ponerlas una detrás de otra para que quede como un gran poema. Estoy enamorada de cómo los chicos definen el mundo”, afirma, y se intuye una sonrisa del otro lado del teléfono. “Encontraron, por ejemplo, la palabra ‘domador’, entonces un nene definió ‘Papá es un domador de niños’. O apareció la palabra ‘bosque’, y cuando le pregunté a Félix, me contestó: ‘Un bosque es un niño recién comenzado’”, cuenta.
Silvia les recuerda siempre que eso que están haciendo es poesía.
Sube el mediodía y la casa está más azul que nunca. “Me gusta vivir en esta parte –asegura–, con los pies en los Andes, en las raíces más latinoamericanas”.
Cuando tenía 21 años abrió el taller de manera temporal, soñaba con viajar y exponer. Estudió, ganó becas y vivió dos años afuera. “En el taller me quedé y me quedé, porque me di cuenta de que realmente amaba hacer esto. Tuve la oportunidad de irme a vivir a Francia, pero me quise quedar”, dice antes de retomar las ideas que le estaban dando vueltas en la cabeza como pajaritos.