Tenía su vida hecha y una carrera asegurada en Córdoba, pero eligió mudarse a Tierra del Fuego para trabajar en un hospital público. Hoy dice que la lucha contra el coronavirus le hizo reencontrar el “espíritu asistencial” de la medicina.
Foto Esteban Lobo
Cuando la médica cordobesa Ana María Grassani decidió instalarse con su familia en la lejana y fría Ushuaia, sabía que estaba eligiendo, más que una oportunidad de trabajo, una opción de vida. Nacida en la pequeña ciudad cordobesa de Oliva, estudió Medicina en la Universidad Nacional de Córdoba y luego hizo la residencia en Cardiología, su especialidad. “Disfrutaba una muy buena situación laboral, pero sentía que me dedicaba cada vez más a funciones de tipo gerencial y menos a la clínica, que es mi pasión”, explica Ana, de 37 años, por videoconferencia, durante un descanso en la lucha contra el coronavirus en la ciudad más austral del mundo.
La pandemia la encuentra en Tierra del Fuego, donde vive y trabaja desde hace seis años en el Hospital Regional Ushuaia “Gobernador Ernesto Campos”. Ya conocía la ciudad porque un tío de ella vivía allí desde hacía años, y por eso se postuló para el cargo. Cuando lo obtuvo, ya tenía un hijo y estaba embarazada de su hija, que nació allá: “Un cordobés y una fueguina”, aclara casi como en una declaración de principios. Por lo pronto, Ana encontró su nuevo lugar en el mundo: “Tengo dedicación exclusiva en el hospital, y mi trabajo, al menos en tiempos normales, consistía en atender pacientes todo el día, en el consultorio y en las guardias”, cuenta.
Pero la normalidad se acabó cuando, a cinco años de su arribo, se desató la pandemia del COVID-19. “Creemos que el primer caso que tuvimos lo trajo algún extranjero, porque el foco se dio en el aeropuerto. Al principio no sabíamos mucho, pero pudimos manejarnos muy bien”, evoca en una orgullosa primera persona del plural que deja traslucir su sentido de pertenencia. Y también de compromiso, porque Ana se ofreció desde el comienzo como voluntaria para ocuparse de esta emergencia y pelearla desde la primera línea de trincheras, por decirlo de alguna manera.
“Fue una revolución, y en realidad lo sigue siendo. Todos tuvimos que cambiar nuestra dinámica de trabajo y aprender a hacer de todo”, explica. Lo primero que le tocó a ella fue hacer hisopados a domicilio; es decir, poner el cuerpo en algo que ni siquiera tiene relación con la cardiología. Después, a cada médico se le asignó un grupo de pacientes positivos para hacerles el seguimiento telefónico. “Si alguno requiere una evaluación presencial o visita médica, coordinamos para que pueda asistir al hospital o a los centros de salud, pero en ciertos casos graves también vamos a su domicilio”, cuenta orgullosa.
Según ella, el trabajo que le toca hacer en esta emergencia se vincula con lo que define como el “espíritu asistencial de la medicina”, que es lo que más la apasiona en la vida. “Entiendo que el deber de un médico en el hospital va mucho más allá de revisar y recetar”.
Hasta se vio involucrada en una aventura casi de película cuando le tocó trabajar con la tripulación de un gran barco pesquero, el Echizen Maru, que arribó al puerto de Ushuaia con 57 tripulantes infectados.
Ana asegura que la pandemia marcó un antes y un después en su vida y en su trabajo: “Empecé a vincularme con personal del hospital con el que antes no tenía relación, enfermeros, profesionales del laboratorio, epidemiólogos. Hoy trabajamos como un equipo; incluso se nota el cambio de actitud: ya no es la rutina de antes, trabajamos a destajo y todos dejamos el alma. Nunca había visto algo así. Esto nos va a marcar para siempre”.