A veinte años de The Nada, el disco con el que volvió al país, prepara otros tres en simultáneo. La relación con sus cuatro hijos y su opinión sobre las nuevas camadas de artistas.
Fotos Nico Pérez
Estilismo Sofía Pérez y Santía
No importa de dónde venga, lo que sea que esté dando vueltas él lo convierte a su favor. Para atrás, para adelante, para los costados: Kevin Johansen mira alrededor, en todas partes hay inspiración para nutrirse. Bucea en su propia historia, en el disco con el que volvió a la Argentina en 2001 (The Nada) y se autoversiona. Actualiza y modifica las composiciones de hace 20 años con la información que incorporó en todo este tiempo. También graba un disco de covers de canciones de otros artistas, de acá y de allá (él mismo es de acá y de allá, un poco en inglés y otro poco en castellano); y un tercero con nuevos temas propios, esos que se amontonan en su cabeza desde los 15 años. En tres líneas temporales en paralelo fluye, como siempre en su vida, con la música como elemento conductor.
Es la música también un factor esencial en sus vínculos, especialmente con sus cuatro hijos, que influyen en él tanto como él en ellos. Curioso y permeable, se mantiene abierto a los estímulos y no cierra puertas. Todo lo contrario. “Cuando escucho a algún consagrado decir que no hay nada nuevo, me parece superinsultante para las nuevas generaciones. Además, es al revés: levantás una piedra y sale un musicazo o una musicaza. Lo veo permanentemente. Yo quizá tengo el beneficio de verlo a través de mis hijos. Miranda, la mayor, que tiene 23, me muestra un montón de cosas que están haciendo compañeros de ella de la música y coetáneos, y hay una cantidad de talento que no se puede creer. La de 17, Kim, también me hace conocer el último pop universal que salió de tal o cual, y escuchar cómo está producido o cómo está armado me encanta. Tom, el de 13, está más involucrado con lo urbano, el trap y todo eso”, cuenta.
- ¿Cómo recibís lo nuevo que escuchás?
Hay cosas interesantísimas. Como decía la canción: “Everything old is new again”. Todo lo viejo es nuevo de vuelta. Hay un montón de cosas que yo escuchaba hace 30 años en Nueva York, el hip hop que se mezclaba con el jazz, el dance hall jamaiquino, que fue como el padre o la madre del reggaetón. Me fascina ver cómo nacen estos hijitos de géneros y subgéneros, y sale el trap, el reggaetón, que termina conquistando a la Argentina después de mucho remarla. Yo tengo cincuenta y pico, y no es, por ahí, la música que pongo en mi living, porque pongo un disco de Caetano, de los Beatles o de Sinatra, pero sí puedo escucharlo y decir “Acá hay una producción bien hecha, con una idea musical que no se puede creer”.
- ¿Hay una menor inocencia en estos artistas nuevos? Digo porque son más conscientes de lo que requiere una producción, de los canales de difusión, algunas estrategias…
Totalmente. La data que manejan los pibes es impresionante, la verdad que tienen escuela musical y a la vez el beneficio de la tecnología; la conocen desde que nacieron. Yo no tuve eso, mi generación fue creciendo junto a los cambios tecnológicos, pero si tenés 20, eso es como tu mano derecha. Se nota que cuentan con esa herramienta extra, ese plus, y sacan unas cosas interesantísimas, porque cuando juntan y estudian un poco las raíces y además lo conjugan con la tecnología que conocen, se arman unos tucos interesantes.
- En muchos casos daría la sensación de que piensan de entrada en términos de carrera. ¿En tu caso cómo era?
Como californiano trasplantado que soy, yo siempre fui medio happy go lucky. Sintiéndome todo el tiempo muy conectado con la música y con la composición, muy escritor de canciones, porque mi vieja tuvo el buen tino de mandarme a los 14 a estudiar música clásica, guitarra y todo eso. El profesor decía que yo tenía oído absoluto y era un avión, porque sacaba las cosas igual. A partir de componer canciones, hay una cierta inocencia, una cierta inconsciencia de seguir armando ideas, pero no pensando “Voy a tener una carrera en la música”. Para mí era como “Bueno, esperemos que salga bien”.
- Y salió bien…
Sí, pero hubo tropezones y aprendizajes. Cosas buenas, malas, traumáticas, hermosas, superaleccionadoras, gente del medio como León Gieco o Tom Lupo que me decían “Seguí por ahí”. O amigos. Yo me acuerdo cuando en los 80 éramos unos purretes y todos los que cantábamos forzábamos la voz para cantar como Sting o Charly en su época de voces agudas, súper para arriba. Hasta que un par de amigas y amigos me dijeron “Kevin, vos tenés una voz tipo Leonard Cohen, Barry White, hacete amigo de tu voz”, así que también fui encontrando mi esencia personal para aplicar a esas canciones que iba armando.
- El camino para buscar tu esencia fue muy zigzagueante.
Claro, nací en Alaska y vine a la Argentina desde California en el 76, con doce años… Mi madre nos trajo para acá porque decía que no quería que fuéramos unos gringuitos. Yo cuando llegué hablaba como Luca Prodan, pero vine a la edad justa para aprender otro idioma. Ese mix también me enriqueció muchísimo. A mí me parece que esa esencia la fui encontrando por ahí más tardíamente que una persona que es de un solo lugar o que vivió toda su vida en un solo lugar y tiene conciencia de dónde viene. Yo fui yendo para atrás, aprendiendo de historia argentina, de rock argentino, mis amigos me iban imbuyendo de sabiduría cultural popular.
- En general hiciste cosas muy disímiles, te animaste a muchos géneros porque solés decir que sos un desgenerado, ¿alguna vez te viste tentado de repetir algo porque la pegaste?
No, porque yo ya había sido, más que un artista de culto, un artista oculto, en mis veintes. Siempre machaqué buscando la esencia. Cuando te sucede algo a los veinte es diferente que cuando la pegás a los treinta y pico. Treinta y siete tenía cuando sucedió lo de Resistiré, cuando usaron Down With My Baby para la novela, y sentí por primera vez que un tema mío entró en el imaginario popular de un país.
“Prefiero ser optimista, aunque obviamente estoy un poco más curtido”.
El hombre-mix, que encarna aquel mito fundacional de la patria como un crisol de razas: un porteño yanqui, un californiano argentino, con una dosis importante de un uruguayismo que exhibe en cierta pachorra que supo pasear también por Montevideo en su derrotero vital. Radicado definitivamente en Buenos Aires (“Elijo a la Argentina con los ojos cerrados, mil veces. Estoy muy feliz de estar acá”), la mezcla ahora es generacional. Lo dicho: los hijos que sacuden estanterías y renuevan aires e información. “Los cuatro están en etapas muy diferentes, muy disfrutables todas y muy aleccionadoras, porque ellos me enseñan cosas también. Ese ida y vuelta es hermoso. Como padre, la paso increíble. Siempre siento que me falta más, que no llego. Quiero darles más herramientas o compartir más con cada uno de ellos, pero por suerte cada uno también me llama y me dice ‘Viejo, tengo tal cosa, hagamos tal otra’. Tengo una gran relación con los cuatro”, cuenta.
- A tres de los cuatro ya los metiste en un disco.
Sí, con Miranda trabajé en varias cosas. Kimmy y Tom estuvieron en el disco Mis Américas. Y en el primer disco de Miranda, antes de un tema en inglés muy bello que hice con ella, que se llama Little Baby, Roy dice unas palabras. Así que todos grabaron.
- ¿Qué rol juega la música en su relación?
Es muy importante. Creo que todos somos música. En ese sentido, yo los invito a ellos a explayarse y a curtirse. Como tienen instrumentos en la casa, obviamente agarran el piano, la guitarra o bailan. Pero es muy personal, no es con presión, la idea es que sientan disfrute. Si después tienen ganas de ir a un conservatorio, a un instituto, a un profesor particular, bueno, se va viendo.
- Cuando hacés algo junto a Miranda se nota que son dos pares trabajando, dos artistas en lo suyo, pero se percibe algo más, una ternura especial, ¿cómo lo vivís vos?
Es eso. El otro día me pidió acompañarla con la guitarra en el Konex, que tenía un recital y justo se estaba cerrando todo, un par de músicos de ella no podían por cuestiones de la familia, de salud y todo esto que estamos viviendo. Fue un disfrute. Hasta me puse nervioso como si fuera un show mío, porque quería rendirle a ella bien para que se sintiera cómoda. La sacamos bien, salió lindo. Trato de no derretirme en el escenario, pero por dentro estoy agradeciendo mucho a la vida.
- Colaboran mutuamente en el material que cada uno crea, ¿no?
Sí, ella es mucho más cool que yo y sabe mucho más. En el corte que sacamos con David Lebón, Todo esto, ella fue productora ejecutiva y artística del video, que dirigió su novio, Bruno Adamovsky. Confío mucho, plenamente. A veces, para mi sorpresa, me dice “Papá, ¿me das una mano con esto?”. Sobre todo, con armonías, que son mi fuerte. A mí me gusta mucho trabajar las armonías vocales, que después se pueden extrapolar a las armonías para un arreglo para cuerdas o un arreglo para caños, vientos. A veces me pide una mano, y qué bueno que no me ningunea, que aprecia ciertas cosas del viejo.
En algunas de sus letras, de forma velada o más explícita, expone miserias humanas y algunas bajezas menores, más cotidianas, sin dejar de lado una importante cuota de humor, el toque que permite sonreír “a pesar de”. En redes, elige compartir arte o situaciones callejeras entretenidas, pintorescas, llamativas: también está presente el humor, esa cuota de disonancia que hace que algo desencaje y produzca la gracia. De una forma u otra, rescata belleza del mundo y la comparte.
- Se te percibe optimista, ¿te definirías así?
No exactamente. Hay una frase que me enseñó un amigo hace unos años, una ley de Murphy: “Un pesimista es un optimista con experiencia”. Soy eso. Prefiero ser un optimista, aunque obviamente estoy un poco más curtido y fogueado. Vivido, por así decirlo. Pero sí quiero mantener la ilusión y la posibilidad de sorprenderme. Eso está intacto, por suerte. No me parece una buena opción ser un limado, un curtido que ya vio todo y nada lo sorprende, porque me parece mentira. Vivir así no me parece muy alentador.
- ¿Mantenés el happy go lucky?
Sí, digamos que ese espíritu lo tengo. Me parece que es una forma de inspirar al otro a ser abierto y dar lugar a que uno pueda sorprenderse con cosas del otro y el otro con cosas de uno. Hay que amigarse con toda la porquería que uno tiene. En una canción del último disco, Algo ritmos, que se llama “Tú ve”, digo “Todos de algún lado ya venimos averiados”, o sea que todos tenemos nuestras cosas, nuestros traumas. Es esa frase que le decía la madre a Bob Dylan cuando él era medio maltratador con los demás: “Pará, Bob, todos estamos peleando una dura batalla”. Empatía. Algo que para mí es primordial, por eso amo la música. Es empatía pura, trasciende todo: las razas, las religiones, los tamaños, las edades, las generaciones. Por eso creo que todos amamos la música.
TRABAJO PRESENCIAL
Una de las tantas consecuencias de la pandemia fue (y sigue siendo) la cancelación de shows presenciales. En casi año y medio, son escasas las excepciones en las que los artistas pudieron subirse al escenario frente a su público.
“Yo digo que no seremos trabajadores esenciales, quizás, pero sí presenciales. Vivimos de estar conectados, literalmente, con la gente: una mirada, un abrazo, bailar. El año pasado hacía streamings y después me quedaba como vacío, no tenía el aplauso. Al equipo que me filmaba le pedía que me aplaudiera, que hiciera ruido, hasta pedí que me pusieran unos aplausos, unas ovaciones en off, porque uno está acostumbrado a esa conexión. Tuve la suerte de hacer dos Gran Rex en abril, de conectar con el público, en un aforo obviamente limitado. Hubo una sensación muy compartida con la gente, que estaba muy agradecida y necesitada”.