El artista explora las profundidades del ser a través de los gestos y las imágenes de sus deidades, que hablan con fuerza universal a través de óleos y acrílicos en escalas magníficas.
Fotos: Pato Pérez
La obra neofigurativa de Diego Gravinese documenta, a lo largo y ancho de tres décadas prolíficas, las percepciones (y preocupaciones) que el artista nacido en La Plata y criado en San Isidro, provincia de Buenos Aires, manifiesta sobre la humanidad. Desde una primera fragmentación pictórica a sus 20 años, que exhibía piezas yuxtapuestas de su infancia a través de recortes de fotografías familiares con influencias de Piet Mondrian y Jackson Pollock, pasando por los retratos noventeros pop de su generación, en un mix de pintura gestual y chorreada, con imágenes emplazadas a modo de collage y recortadas dentro del mismo plano que funcionaban como crítica social; hasta los registros hiperrealistas a gran escala, sin pose y cuasi fotográficos, de musas, amantes y amigas que hoy toman un nuevo vuelo para establecer una analogía poética entre la energía cósmica y la feminidad.
Luego de un raudo paso por la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón –de la cual desertó a los seis meses junto a su colega Leandro Erlich–, el morocho de flequillo stone, patillas largas y voz tranquila se formó en el taller de Ana Eckell. “Leandro me la presentó porque era su profesora, y recuerdo que al comenzar con ella no puse ninguna resistencia, dejé que me atravesara totalmente con sus enseñanzas”, dice el pintor desde su casa/taller en el barrio de San Cristóbal, en la ciudad de Buenos Aires, desde donde agrega que uno de los aprendizajes más grandes que le dejó Eckell fue la comprensión de las líneas de tensión en un cuadro.
«El cosmos en mi obra es una metáfora del ser. Somos la experiencia completa”.
Gravinese se hizo camino al andar entre premios de museos argentinos, exhibiciones porteñas, participaciones en muestras europeas y de la mano de la galerista Ruth Benzacar, con la cual trabajó durante diez años y expuso la icónica Surfer, en 1997, una muestra de 30 cuadros dispuestos de modo continuo en un ambiente, sin principio ni final, ofreciendo una multiplicidad de narrativas posibles. Una especie de carrete de diapositivas donde el cosmos y el infinito se manifestaban de manera latente, pero que cada vez se volvería más explícito.
- ¿Cómo la tecnología atravesó la producción de tu obra?
Cuando empecé a pintar, tenía una tendencia muy fuerte y natural hacia el realismo, y Ana me ayudó a soltarme. Mis primeros cuadros en el taller fueron gestuales y rápidos, para abandonar un poco mi meticulosidad frente al dibujo, pero después descubrí que los artistas pop de los 60 usaban el episcopio –un proyector de opacos– para trazar una mejor calidad de imagen. Mi papá era un buen fotógrafo amateur y siempre tuve fascinación por los proyectores, las diapositivas familiares y la forma en que la imagen y la luz generaban esa sensación de tridimensionalidad sobre un plano. Entonces, todo empezó a confluir en mi obra, y comencé a cortar la tela en partes en donde se mezclaba el mundo imaginario con lo personal y familiar, para luego darle paso al mundo de las amistades, a fines de los 90. Me interesaba la foto instantánea, la inmediatez, y ese período fue la relación más horizontal entre mis amigos y mi obra, a la vez un poco cínica y crítica de esa representación generacional y del mundo del arte también.
- Pero luego tu obra vira hacia una estética más apacible e hiperrealista.
Siempre fui muy visual y figurativo, pero mi intención no es la reproducción fiel de la imagen, sino lo que se cuenta a través de ella. Hay una bisagra muy grande en mi manera de pintar, a los 30 años, que tuvo que ver con haberme enamorado, que me permitió explorar representaciones más íntimas, sensibles y una nueva versión figurativa, que también se vio modificada luego de una separación muy dolorosa que inspiró la incorporación de los cristales en la obra. Se me vino el mundo abajo. En los 90 estaba muy atento a lo que pasaba alrededor mío, pero el amor me liberó un poco de esas pretensiones y me hizo darme cuenta de que no me quedaba otra cosa más que ser quien era yo, por más trillado que suene, y esos son los cuadros que más me representan. Lo que me salvó en los 90 fue el amor, pero después, a mis 42, fue el descubrimiento de un aspecto mucho más espiritual de la vida.
- ¿De qué se trató esta nueva transformación?
Tuvo que ver, por un lado, con un reencuentro mío con la meditación. Mi hermana Alejandra es cinco años mayor que yo y, además de introducirme en el punk desde chico, me enseñó a mis 30 a conectar con el yoga, con un lado espiritual y de los mundos invisibles. Esto me daba bienestar, pero yo no sabía qué hacer con esa data. Yo quería ser intelectual y rebelde, y no lograba conciliar ambos universos. A los 40, a través de la meditación profunda y las plantas sagradas, se me abrió una visión de la realidad totalmente transformadora y que me dio una dimensión de la existencia que intuía, pero que pude ver en primera persona. Fue totalmente liberador y me resultó una experiencia directa al alma, aunque soy consciente de que la vida sigue estando acá, en este plano de la realidad. Por eso el cosmos aparece continuamente en mi obra, porque somos la experiencia completa y lo veo como una metáfora del ser. Ahí entra en juego el cuerpo, especialmente el femenino, que, más allá de su erotización, me parece uno de los mayores misterios de la vida: ser receptividad pura, fuerza vital y poder engendrar vida.