Un niño se esfuerza por ser aceptado y en su afán se convierte en víctima de otros niños. Compartimos un fragmento de la próxima novela de Eugenia Almeida.
Dos de mis alumnos en el pasillo. Tienen a Acosta apoyado contra la pared. Una de las rodillas clavada en la pierna del chico. Me acerco como el perro que sabe que solo debe mostrar sus dientes para alejar, el perro que nunca necesita atacar, morder.
Los dos que someten me sonríen de una forma repugnante.
“¿Qué pasa acá?”, escucho que dice mi voz, y Acosta, el mismo Acosta de siempre, pone su cara de oveja y dice “Nada, profe, estamos jugando”.
La rodilla de los que acosan se hunde más en el cuerpo, hay una mano que desaparece y yo sé que está lastimando. Se oye un quejido, la última brutalidad antes de liberarlo por un rato y se van los tres por el pasillo, abrazados por los hombros, grandes amigos, van a la cantina a que Acosta les pague el almuerzo a los otros dos.
Espero el próximo recreo y me acerco. Como una hoja que se mueve por fuerzas ajenas.
Me acerco a Acosta solo en el patio techado, cerca de los aros de básquet y ya de lejos lo siento reaccionar perro, perro desconfiado, lo veo acurrucarse para dar el salto que lo libre de esta charla, pero a mí no se me escapa, me acerco ancha, por varios lados, como si mi cuerpo hubiera crecido y él lo sabe, huele que no hay margen para moverse y entonces decide el gesto sucio de poner cara de niño alegre que acaba de verme.
Me deshago de los gestos obligados. Me siento en el suelo, al lado de él, apoyo la espalda contra la pared. De lejos vemos que los otros suben a las aulas y nadie se ha fijado en nosotros y eso juega a nuestro favor y los dos lo sabemos.
A él lo ha puesto alerta este gesto mío de sentarme en el suelo. Si pudiera, sacaría un cigarrillo. Pero no puedo. Se prohíbe fumar en la escuela. Se admite que dos niños torturen a otro pero se valora que todos los pulmones (verdugos y víctimas) estén limpios de humo.
—¿Por qué no te defendés?
—¿De qué?
Es tan escurridizo, es tan chico y tan resbaladizo. Sabe tanto de fingir.
—De esos dos que te estaban molestando.
—Noooooooo. —Tiene los ojos como una brújula que acaba de estallar—. Estábamos jugando.
Los dos tenemos la vista al frente, mirando algo que no está pero nos sostiene.
—No son tus amigos.
—Sí, profe, somos amigos.
—¿Te sacaron plata?
—Yo se la di. Los invité a comer.
Yo sé. Sé lo que debo saber. Lo sé cuando veo el placer de algunos al exponer la debilidad de otros. Sé. Y sé qué debo decir. Y cómo debo decirlo. Pero ya no puedo mantenerme en esas cosas, no puedo evitar sentir que el paladar se me ha vuelto una estopa sucia, que me estoy ensuciando con todo lo que no digo, que la palabra se puede estirar hasta un punto pero después se corta, se suelta como un elástico en látigo, salta como una piedra que siempre estalla en el hueso más frágil. Yo sé. Y sé que lo que debo decir no alcanza. No sirve. No vale.
—Yo no puedo creer que seas tan pelotudo.
Acosta se sacude. Un metro veinte de espinas y pecas y un pelo negro como un golpe.
—¿Qué?
—No te hagás el estúpido que me oíste bien.
Acosta abre los ojos. Tiene los dientes blancos y enormes como solo pueden tenerse a los once, a los doce años.
—¿A vos qué te parece? Cuando uno es tan pelotudo ¿se puede hacer algo?
Acosta se levanta asustado. Conejo enano que huye. Me tiene miedo. A mí. Porque he dicho “pelotudo”. A mí, pero no a los otros dos. Hubiera querido que se quede. Lo veo irse al trote, trepar las escaleras, correr hacia el curso. Me puedo imaginar a la de Historia retándolo porque llega tarde. Y sé que podría decir que estuvo hablando conmigo. Y no va a hacerlo. Va a quedarse callado aguantando el reto. Viendo cómo otros gozan ese martirio. Va a aguantar parado al lado de la puerta porque sabe que si camina hasta el banco, la de Historia va a gritarle que no ha terminado, que es un maleducado, que no sabe qué pasa en su casa pero acá no, acá no. Y él entonces se va a quedar inmóvil esperando que esa víbora descargue todo su veneno.
Hubiera querido que se quedara conmigo. No es bueno que aprenda tan temprano a dibujar las crueldades que lo esperan por su propia mano. Nadie les dice eso a los niños.
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La pieza del fondo, El colectivo y La tensión del umbral. Editorial Edhasa.
Eugenia Almeida
Eugenia Almeida nació en Córdoba en 1972. En 2005 ganó el Premio Internacional de Novela “Dos Orillas” organizado por el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón (España) por El colectivo, libro que fue publicado en Argentina, España, Grecia, Francia, Italia, Portugal y Austria.