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MUJERES

Allá por 1795, en un mundo machista en el que en lugares tan progresistas como la Asamblea de París se discutía sobre si era o no conveniente destinar dineros y esfuerzos a la educación de las niñas, y habían guillotinado a Olympia de Gouges por presentar el petitorio por “Los derechos de la mujer y la ciudadana”, Manuel Belgrano escribía en Buenos Aires en sus memorias al Consulado: “Por desgracia el bello sexo que debe estar dedicado a sembrar las primeras semillas lo tenemos condenado al imperio de las bagatelas y de la ignorancia (…) a pesar del talento privilegiado que distingue a la mujer y que tanto más es acreedora a la admiración cuanto más privado se halla de medios de ilustrarse”. Manuel no tenía dudas de la igualdad entre el hombre y la mujer, y bregaba por su ingreso al sistema educativo en los tres niveles como los varones y por su acceso a los cargos públicos. 

Bernardo de Monteagudo, notable promotor de nuestra revolución y uno de los primeros en hablar de la independencia de estas tierras, aquel genial tucumano que llegó a ser secretario de San Martín y de Bolívar, les escribía en estos seductores términos “a las americanas del sur” en La Gaceta de Buenos Aires, el periódico fundado por Mariano Moreno: “Débiles y estúpidos en la infancia, incautos y desprovistos en la puerilidad nuestra existencia sería precaria sobre la tierra sin los auxilios de este sexo delicado. Mas luego que el hombre adquiere ese grado de fuerza y vigor propio de su organización, un nuevo estímulo anuncia su dependencia, y la naturaleza despliega a sus ojos el objeto de su inclinación. La consecuencia que voy a deducir es fácil prevenirla: uno de los medios de introducir las costumbres, fomentar la ilustración en todos sus ramos, y sobre todo estimular, y propagar el patriotismo es que las señoras americanas hagan la firme y virtuosa resolución de no apreciar, ni distinguir más que al joven moral, ilustrado, útil por sus conocimientos, y sobre todo patriota, amante sincero de la libertad, y enemigo irreconciliable de los tiranos. 

Si las madres y esposas hicieran estudio de inspirar a sus hijos, maridos y domésticos estos nobles sentimientos; y si aquellas en fin que por sus atractivos tienen derecho a los homenajes de la juventud emplearan el imperio de su belleza y artificio natural en conquistar desnaturalizados, y electrizar a los que no lo son, ¿qué progresos no haría nuestro sistema? Sabemos que, en las grandes revoluciones de nuestros días, el espíritu público y el amor a la libertad han caracterizado dos naciones célebres, aunque no igualmente felices en el suceso, debiéndose este efecto al bello sexo que por medio de cantos patrióticos y otros insinuantes recursos inflamaba las almas menos sensibles, y disponía a los hombres libres a correr gustosos al patíbulo por sostener la majestad del pueblo. Americanas: os ruego por la patria que desea ser libre, imitéis estos ejemplos de heroísmo, y coadyuvéis a esta obra con vuestros esfuerzos: mostrad el interés que tenéis en la suerte futura de vuestros hijos, que sin duda serán desgraciados si la América no es libre. Al lado de los héroes de la patria mostrará el bello sexo de la América del Sud el interés con que desea ver expirar el último tirano, o rendir el supremo aliento antes que ver frustrado el voto de las almas fuertes”.1 

1 Bernardo de Monteagudo en La Gaceta de Buenos Aires, 20 de diciembre de 1811.

 

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