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“Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. 

El refrán, atribuido a Baltasar Gracián, escritor español del siglo XVII, ya advertía que una comunicación concisa podía facilitar el entendimiento entre las personas.

Hoy, cinco siglos después y con dos décadas acumuladas de uso masivo de dispositivos electrónicos, la comunicación digital es un muestrario de brevedad con su cúmulo de emojis, audios x1.5 y x2, y abreviaturas insólitas.

Otro ingrediente es la alta velocidad. La mezcla entre brevedad y velocidad genera apuro, escuela de la impaciencia y la impulsividad, y una explicación de tantos equívocos y malentendidos comunicacionales. También, de enfermedades.

BREVEDADES ESCRITAS 

Durante un período cercano, la literatura mundial se entusiasmó con los microrrelatos.

Quizás el más conocido es El dinosaurio, del guatemalteco Augusto Monterroso. Limitado a nueve palabras, título incluido, dice: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

Ernest Hemingway apostó (y ganó) con un grupo de amigos que los haría llorar con un cuento de seis palabras: “Se venden zapatos de bebé, sin uso”.

Los microrrelatos remiten a los antiguos haikus japoneses, poemas de tres versos que parecen estar captando la atención de adolescentes y jóvenes actuales. 

Su brevedad no solo coincide con la menor capacidad de concentración, sino que les devuelve, en simples líneas, la contemplación de la belleza de fenómenos naturales y detalles de la vida cotidiana.

También los grafitis –mensajes en la vía pública de gran diversidad (desde declaraciones de amor hasta consignas de movimientos revolucionarios)– atrapan la atención y estimulan la imaginación de muchos chicos.

“Cuanto más lenta y explicada transcurra su vida, más cerca podrían estar de algo parecido a la felicidad”.

Microrrelatos, haikus y grafitis generan emociones instantáneas con la brevedad y la velocidad que se demanda hoy a partir de un fenómeno mundial: la reducción de la capacidad de atención de las personas, en especial, de los adolescentes.

Esta disminución atencional parece vincularse de modo directo con el uso excesivo de tecnología digital, considerando la intensidad con la que muchos chicos y chicas gestionan sus múltiples tareas, y con la pantalla llena de distractores.

Si unimos los conceptos anteriores, es posible asumir que el teléfono se ha convertido en un colosal soporte de microrrelatos, haikus y grafitis, todos funcionales a la necesidad de imprimir brevedad y velocidad a las comunicaciones.

Aunque sería injusto culpar a los teléfonos de algunos trastornos conductuales. 

La impaciencia, la impulsividad y la atención acotada se originan en una poderosa dependencia: la imposibilidad de imaginar vivir sin esos pequeños y poderosos artefactos.

Los adultos aseguran que allí está concentrada “su vida”, pero ¿es posible pensar en que los niños no caigan en la misma trampa?

Ante los abrumadores daños físicos y conductuales causados por el uso excesivo (en contenidos y en tiempo) de dispositivos electrónicos, ¿es posible imaginar el crecimiento infantil –al menos los primeros fundantes 6 años– sin teléfonos?

A esas edades, velocidad y brevedad son entelequias sin valor alguno. 

Por el contrario, cuanto más lenta y explicada transcurra su vida, más cerca podrían estar de algo parecido a la felicidad.

 

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