Varios años atrás, durante un veraneo en el noreste brasileño, conocí a Joao, un bahiano que hacía las mejores caipirinhas do mundo. Un moreno de grandes manos bicolores que, más que preparar una bebida, montaba un minishow. Con los mismos ingredientes que utilizaban los otros muchachos de la barra, Joao lograba deslumbrar a los parroquianos. Elegía los limones con más pulpa, como un cirujano que selecciona sus instrumentos antes de una operación, y los lanzaba con energía a la coctelera de madera. Sumaba una lluvia de azúcar y varios cubos de hielo como parte de un ritual esotérico. El secreto estaba en las proporciones de cada uno. Tomaba el pisón de madera con el brazo flexionado, como si llevara un toallón en la axila, y procedía a triturar los materiales girando dos veces a la izquierda y una a la derecha, dos a la izquierda y una a la derecha. Inmediatamente vertía la cachaza con una medida de aluminio, pero le adicionaba un chorrito más, de cantidad misteriosa. Batía la coctelera como un bartender del Hilton, moviendo todo el cuerpo, desde los talones hasta el occipital. Chacachaca chá chacachaca chá. Ocho veces a un ritmo inimitable. Luego, te la servía en un vasito descartable, sin sorbete, lista para beber. “Pra vocé, senhor”. Nunca probé una caipi igual.
La situación me hacía recordar el cuento de Daniel Salzano sobre el mozo que le preparaba los licuados en el bar Sorocabana: con lo mismo que usaban los otros mozos, el muchacho hacía un licuado diferente. Ansioso, le pedí la fórmula a Joao, la anoté, lo filmé con mi celular, compré los mismos ingredientes en Brasil, desafié la aduana ingresando de canuto tres limones verdes y empecé a prepararla en casa. Nada. Ni cerca del sabor y la fragancia de las caipirinhas de Joao.
“Sentado en mi oficina en completa soledad, recordé a Joao”.
En sus palabras: “Vocé debe fazerlo com o coraçâo, garoto. Si no es com o coraçâo, haga outra coisa”.
Tiempo después, me encontré en un momento decisivo de mi vida profesional. Luego de trabajar 40 años en una agencia exitosa, llegó la oscuridad. Otras manos hicieron que la empresa se perdiera. Ese espacio que yo había regado con mi sudor durante tanto tiempo inevitablemente terminó cerrando sus puertas.
Sentado en mi oficina en completa soledad, mientras el peso de la realidad me aplastaba, recordé a Joao. Recordé aquella frase y entendí, de manera profunda y definitiva, el verdadero significado de sus palabras. No se trataba solo de las caipirinhas. Era sobre el compromiso con la pasión, con el fuego sagrado, con el alma.
“Con el corazón, garoto…”. Mientras la tristeza daba paso a una claridad inesperada, me di cuenta de que mi corazón no quería dar esa batalla. Y con la misma decisión con la que Joao lanzaba el primer limón a la coctelera, me levanté. Cerré la puerta de mi oficina por última vez y, en lugar de lamentarme, entendí que esa etapa había culminado. No hay otro paraíso que los paraísos perdidos. Era hora de “outra coisa”, porque el éxito no se mide por lo que conseguimos, sino por la autenticidad con la que enfrentamos lo que nos toca.