Alguna vez se preguntaron por qué decimos “conmigo” y “contigo”, pero no “sinmigo” o “sintigo”? Hoy vamos a sumergirnos en las profundidades del español para desentrañar este misterio gramatical que ha confundido a propios y extraños durante siglos.
Imaginen por un momento que son un extranjero aprendiendo español. Les enseñan que las preposiciones (esas palabritas que conectan ideas y nos ayudan a entender cómo se relacionan las cosas en tiempo, espacio o lógica) van seguidas de pronombres (términos cuyo trabajo es reemplazar a los sustantivos para evitar repeticiones): “para mí”, “de ti”, “hacia sí”. Todo parece lógico hasta que nos topamos con estos rebeldes “conmigo” y “contigo”. ¿Qué clase de conjuro lingüístico es este? ¿Por qué no decimos simplemente “con mí” o “con ti”?
La respuesta a este enigma se remonta al latín clásico. Resulta que, en este antiguo idioma, la preposición cum (que significa “con”) tenía la costumbre de pegarse al final de los pronombres personales en ablativo (una de las declinaciones latinas). Así, en lugar de decir cum me (con mí), decían mecum. Lo mismo pasaba con tecum (contigo) y secum (consigo).
Ahora bien, cuando el latín evolucionó al español, esas formas se transformaron en “migo”, “tigo” y “sigo”. Pero claro, la gente ya no recordaba que ahí dentro estaba escondida la preposición cum. Así que, en un ataque de redundancia lingüística, le añadieron la preposición “con” delante. Y voilà: nacieron “conmigo”, “contigo” y “consigo”.
Pero la historia no termina ahí. En la Edad Media también existían formas para el plural: connusco (con nosotros) y convusco (con vosotros). Sin embargo, estas formas no tuvieron tanta suerte y desaparecieron durante el Siglo de Oro. Quizás porque sonaban demasiado a trabalenguas.
“¿Qué es el lenguaje si no una colección de accidentes históricos?”
Pero ¿qué pasa con “sin”? ¿Por qué no decimos “sinmigo” o “sintigo”? La respuesta es simple: porque en latín, la preposición sine (sin) no era tan pegajosa como cum. Se comportaba como una preposición normal y corriente, yendo delante de los pronombres: sine me, sine te. Y así se quedó en español: “sin mí”, “sin ti”.
Así podemos ver cómo en el maravilloso mundo del lenguaje, hasta las anomalías más extrañas tienen una explicación. Porque, al final del día, ¿qué es el lenguaje si no una colección de accidentes históricos, evoluciones caprichosas y redundancias que, de alguna manera, funcionan? Es como un rompecabezas gigante donde todas las piezas encajan, aunque algunas parezcan venir de cajas diferentes. Es fascinante pensar en cómo estas pequeñas peculiaridades del lenguaje reflejan la rica historia de nuestra cultura y civilización.
Así que la próxima vez que usen “conmigo” o “contigo”, pueden hacerlo sabiendo que están empleando una palabra que tiene historia. Y quién sabe, tal vez dentro de otros dos mil años nuestros descendientes estén tratando de explicar por qué decimos “wasapear” en lugar de “enviar un mensaje”, porque la evolución del lenguaje nunca deja de sorprendernos.