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AÑORANZAS

Frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía recordó la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Sin que medie alguna situación tan intensa, como la que narra García Márquez al inicio de Cien años de soledad, suelo rescatar algunos archivos que se agitan en mi memoria y florecen como hongos después de la lluvia.

De chico soñaba con que podía ser el hombre invisible. Ir y volver de donde quisiera, sin que nadie me viese. Me gustaba el helado de dulce de leche, tirarme “bomba” en el dique y salir con mis amigos a tocar timbre y rajar.

Recuerdo aquella charla filosófica con un amigo acerca de la edad ideal de las mujeres. Yo tenía 14 años. El diálogo intentaba, sin éxito, ser profundo y avanzaba hacia aspectos desconocidos, hasta que mi amigo expuso su teorema. “El asunto es así –me dijo con la misma seguridad que tenía Sócrates cuando explicaba la mayéutica a sus discípulos–. La mujer ideal para un hombre es aquella que tiene la mitad de su edad, más siete, ¿me entendés? Por ejemplo, yo cumplí 38 años y la mina justa para mí debería tener 26. No es que esté disconforme con lo que tengo –se apuró en aclarar, debido a que los números no le daban–, pero la cuenta es esa, o sea 19 + 7. Eso debería ser regla natural”. Se levantó para ir al baño y repitió en voz más alta “la mitad más siete”. La charla terminó ahí. No sé por qué, pero siempre me viene a la memoria el teorema de mi amigo.

“Tenía la edad donde la felicidad eran dos naranjas para ir a la cancha”.

También me acuerdo del día que mataron a Aramburu. Yo estaba escribiendo algo sin importancia en la Lexikon 80 de mi padre y la noticia entró por la radio. Al ratito llegó mi tía María alborotada con la información. La tía desayunaba con agua bendita y rezaba el Credo no menos de diez veces al día, aunque descubrí que tenía una trampita para apurar el conteo. Al final de la oración producía un fuerte aceleramiento: lperdóndelospecadoslaresurreccióndelacarneylavidaeternaamén… salía todo junto. Yo sabía muy poco de Aramburu y de los Montoneros, pero desde ese momento entendí que el mundo estaba cambiando.

Y el mundo pasaba por el kiosco de revistas de Luigi Vittorio, un italiano afectuoso cuya cabeza se destacaba por los anteojos culosifón y un millón de canas disparadas hacia el cielo. Tenía tantas canas don Luigi que parecía haber nacido viejo. Un biombo separaba el material de lectura de la cama donde él dormía. Con mis primos nos peleábamos para buscar el Patoruzú de cada lunes. Colgadas de unos piolines horizontales y sujetas con un broche, lucían desafiantes las revistas D’Artagnan, Intervalo y El Tony. Yo era fanático de D’Artagnan porque traía a Nippur de Lagash, Gilgamesh el inmortal y Savarese. “Soy Nippur, vengo de Lagash a dominar tu furia de guerra…”.

Tenía la edad donde la felicidad eran dos naranjas para ir a la cancha y un buen libro al lado de la cama. El resto podía esperar. Por eso me acuerdo de que un día, en la pileta del Club Social, te dije “Escuchá cómo late mi corazón”. Entonces apoyaste tu oreja en mi pecho y te pusiste colorada. Fue un buen comienzo. Y un lindo final para este relato.

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