El hombre se muestra con gestos simples. Mira de frente, habla claro y administra bien los adjetivos; en tiempos de vértigo, estas virtudes se agradecen.
Como pocos, descifra el lenguaje corporal. Tal vez por eso Diego D’Angelo es amansador de caballos. No de rebenque y espuelas, sino intentando comunicarse con los animales, arte que estudia y practica desde hace décadas.
Ahora está en un corral, solo y a metros de un potro salvaje nacido y criado en libertad.
Diego anuncia que procura “comunicarse desde el respeto”; frase aplicable a todos los vínculos humanos. La escena es hipnótica; camina hacia un lado y hacia otro vigilando las respuestas del potro mientras asegura que “no hay caballos malos; solo más miedosos o menos miedosos”. Pienso en los niños.
Su parsimonia no es lentitud, sino una forma, dice, de “aliviar tensiones, de generar un liderazgo protector”. El paralelo infantil crece.
“El respeto se comprende sin apuros”. Sin saberlo, el hombre me baña de sentido común. Muchos síntomas infantiles son el resultado de crianzas apresuradas.
Con la cabeza gacha, D’Angelo se acerca al animal, una poderosa masa de músculos tensados por el encierro y por el temor a lo desconocido.
¿Cómo abordan los adultos a los niños? ¿De qué tiempo disponen y con cuánto respeto se acercan a ellos?
Sonrío al pensar en cómo agradecería un adolescente indómito la calma con que Diego despliega su trabajo.
Cumple cada etapa con aplomo: marca los espacios con señales comprensibles, despeja temores y así logra, poco tiempo después, estar frente a frente. Mientras él fija límites que generen tranquilidad, el animal se convence de que no será dominado, sino protegido.
¿Cuántos hijos sienten lo mismo frente a sus padres o a sus educadores?
¿Cómo transmitir confianza, protección y afecto cuando prima el apuro? ¿A qué ritmo, con qué actitud, con cuánto deseo?
“¿Cómo transmitir confianza y afecto cuando prima el apuro?”
La especie humana ha sometido de modo sistemático a las demás; antes o después, donde se desarrollaron civilizaciones humanas otras especies se extinguieron.
Diego asegura que, si bien él trabaja sobre la conducta de los animales, “el problema somos nosotros”.
¿Los niños aprenden por dominación o cuando alivian su energía creativa y muestran su esplendor?
Sigo apoyado en un poste del corral; repaso mentalmente los berrinches, los desafíos y tantas otras formas del comportamiento infantil con las que se reclama un tempo acorde a cada uno.
Diego acaricia al caballo, pero con el dorso de la mano. Los bebés saben la diferencia: el dorso siempre transmite afecto, la palma podría golpear.
“Estar es más importante que hacer”. Sin aviso, llega otra exquisita síntesis sobre educación.
A punto de completar un trabajo que transitó todas las etapas de la comunicación –logró captar la atención, luego la confianza y ahora brinda afecto–, Diego anuncia que la tarea estará completa cuando el animal “regrese a la manada”.
La frase me estremece. Conozco chicos que enferman cuando pierden la manada.
“Volver a casa”, decía mi abuela. Significaba regresar al cobijo, estar a salvo, recuperar certezas (en yidish sonaba más tierno).
Diego libera al potro. Atardece y cada quien regresa a lo suyo; algunos pensando cómo, de verdad, volver a casa.