Varias veces dijimos que el español es una lengua viva, que respira y se transforma constantemente. En el viaje de hoy, me gustaría que nos detuviéramos a reflexionar sobre los cronolectos: esas palabras y expresiones que se relacionan con la edad de los hablantes.
Desde una perspectiva académica, podríamos mirar a la Real Academia Española (RAE) como el árbitro indiscutible de lo que es correcto o no. Sin embargo, en la vida misma, el lenguaje es eficaz en su significado social y comunicativo, y eso es lo que realmente importa. Cuando los jóvenes utilizan términos como “bardo” o expresiones como “estar detonado”, no están destruyendo el idioma, sino enriqueciendo su vocabulario y adaptándolo a su realidad. Lo que para algunos puede sonar como un dialecto extraño para otros es, en definitiva, pura vida.
Pero no todo es movimiento y novedad. En nuestra rica lengua también encontramos palabras que parecen haberse perdido en las sombras del tiempo, verdaderos “cadáveres” léxicos. El poeta Gil de Biedma lo dijo claro: “No consultes el diccionario, porque en el diccionario hay cadáveres”. Y cuántos de ellos, esos términos olvidados como “cuchipanda” y “enagua”, han quedado reducidos al polvo en las estanterías de la memoria. Palabras que, si bien fueron legítimas en su momento, hoy cargan un aroma a polilla que invita a la nostalgia.
“La cuestión de las palabras es como un río que nunca se detiene”.
Tomemos, por ejemplo, la frase “Esta noche te llamo al fijo”. Aquí vemos cómo palabras conocidas adquieren un nuevo matiz en el marco de una realidad tecnológica cambiante. El “fijo”, que hace unos años era simplemente un teléfono de línea, hoy se siente como un objeto mítico, una reliquia, pues hoy el celular es el medio de comunicación más común y extendido. Sin embargo, en el juego de las interacciones sociales, esas palabras siguen cobrando vida, adaptadas a un contexto que a veces se siente distante.
La lengua es mucho más que una simple colección de palabras. Algunas de estas tienen rotas y resignificadas sus acepciones. Por ejemplo, un término como “desaparecido” no solo se refiere a algo o alguien que ya no está presente, sino que ha adquirido un peso histórico y político. En este sentido, el lenguaje también es un espejo de nuestro tiempo; una expresión palpable de la lucha social y de la pérdida.
La cuestión de las palabras es como un río que nunca se detiene; siempre fluye, siempre cambia. Por eso, nuestra tarea no es solo preservar, sino también disfrutar y celebrar esta diversidad lingüística. Es un juego de vida y muerte, de pasado y futuro, donde cada palabra que usamos, cada giro de la lengua, se convierte en un reflejo de nosotros mismos y de la sociedad que habitamos.
Así que la próxima vez que escuchemos a un joven usar una palabra “extraña”, recordemos que el idioma no es solo nuestro; es también de ellos, de las generaciones futuras que lo llenarán de nuevas sonoridades. Celebremos siempre la riqueza del español, en toda su gloria multiforme y colorida.