Ilustración: Pini Arpino
La “guerra de corso” era una forma de combate naval llevado adelante por particulares que recibían una autorización del Estado (patente de corso) para hostilizar y capturar naves enemigas y quedarse con las embarcaciones o con parte de su carga.
En 1801, durante el reinado de Carlos IV, los españoles –aliados entonces de los franceses– utilizaron la guerra de corso contra los ingleses. El 20 de junio de aquel año, el rey dictaba un mamotreto de 59 artículos en cuya introducción decía en su inconfundible e insufrible lenguaje: “Los paternales cuidados con que siempre he procurado el bien de mis vasallos, la justa satisfacción que exige el decoro de mi corona y el deseo sincero de procurar por todos los medios posibles que cesen los funestos desórdenes que produce en la Europa una guerra larga (…) he tenido por conveniente usar igual arbitrio, promoviendo y fomentando la guerra de corso particular en todos los mares”.
El negocio del corso se hacía entre el Estado y los particulares, y por lo general, un armador solicitaba en préstamo al Gobierno la artillería y las municiones, que serían reintegradas al final de la campaña.
El Gobierno argentino de entonces encontró en este sistema la solución ante la falta de recursos para crear una flota oficial estable.
Los buques tomados por los corsarios se denominaban “presas” y debían ser remitidos a Buenos Aires para que un “Tribunal de Presas” decidiera si se trataba de una “buena presa”, lo que significaba que el procedimiento había respondido a las instrucciones y al reglamento. Si el corsario no podía remitir la presa, tenía autorización para proceder de acuerdo a la seguridad de su propio barco y su tripulación, pero con la certeza de que a su regreso se le exigiría toda la documentación correspondiente. Si la presa era declarada “buena”, pasaba legalmente a manos del corsario. La carga se remataba públicamente.
El Gobierno de Buenos Aires había establecido premios especiales tendientes a estimular la captura de naves de guerra, transportes de tropas y municiones del enemigo. Cuando un corsario no podía capturar una presa, debía intentar destruirla por todos los medios. Además, el Gobierno se reservaba el derecho de comprar las embarcaciones, las armas y las municiones capturadas con un importante descuento.
Tras el remate de las ganancias obtenidas, las 3/5 partes se destinaban a la tripulación y las 2/5 a la oficialidad. Si el tribunal declaraba “mala presa”, el corsario debía devolverla a sus dueños pagando los gastos y la indemnización.
Había que expandir y cuidar la revolución, y el ministro Juan Larrea elaboró un ambicioso proyecto: enviar un barco a las Filipinas con el objeto de entorpecer el comercio y el aprovisionamiento de las fuerzas españolas del Pacífico.
Larrea sugirió para la tarea a su paisano, el catalán Antonio Toll y Bernadet, que había entrado al servicio de la escuadra del almirante Guillermo Brown, la incipiente armada nacional que logró tomar el bastión realista de Montevideo el 15 de julio de 1814.
El 10 de septiembre de aquel año, el bergantín “Primero”, al mando de Toll, zarpó de la Ensenada con la bandera argentina a tope con la orden de “destruir el comercio español, llevar la noticia a las Filipinas de la derrota por los españoles en Martín García y Montevideo, y encender el fuego de la revolución en aquellas regiones españolas de donde reclutaban sus mejores marineros y alejar en su persecución los cruceros españoles del Atlántico”.
El capitán Toll logró sus objetivos, llegó hasta Calcuta (India) y fue el primero en hacer flamear nuestra bandera en aquellas regiones, hostilizando permanentemente a la flota española.