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Heroínas salteñas

Ilustración: Pini Arpino

Después de la derrota de Ayohuma, en noviembre de 1813, cuando el brigadier Joaquín de la Pezuela ocupó Salta, María Loreto Sánchez de Peón Frías decidió colaborar con los patriotas y oficiar de “correo de la guerra gaucha”. Esta dama de la aristocracia salteña cambió sus vestidos elegantes por las ropas menos vistosas de una vendedora de alfajores y pan, y así pudo circular por los cuarteles y acercarse a los soldados realistas para reunir datos sobre sus tropas. Cuando iba a lavar al río, María Loreto dejaba sus mensajes con información sobre los recursos y movimientos del enemigo en el hueco de un algarrobo, información que luego era aprovechada por Güemes para ajustar su plan de operaciones.

La jujeña Juana Gabriela Moro Díaz de López, nacida en 1785, también pertenecía a las clases más acomodadas y fue una gran aliada del bando independentista. Pero a diferencia de su compañera, para embaucar al enemigo se valió de la capacidad de seducción que le daban su belleza y elocuencia, y la utilizó para conquistar al temido marqués de Yavi, jefe de la caballería española. Un día antes de la batalla de Salta, Juana Gabriela logró convencer al marqués para que se cambiara de bando y se comprometiera con varios de sus compañeros a abandonar al ejército realista y regresar a Perú para sumarse a la causa de la emancipación. 

El 20 de febrero de 1813, durante la batalla de Salta y pese a que comandaba un ala del ejército de Pío Tristán, el marqués cumplió con su compromiso y se retiró sin atacar, deserción que fue decisiva para el triunfo del general Belgrano.

Luego de este suceso, aunque los españoles sospechaban de ella y la consideraban su enemiga, Juana Gabriela continuó operando como una hábil espía, sin que nunca pudieran encontrar pruebas que la incriminaran. Sin embargo, eso no impidió que, en 1814, cuando los realistas invadieron nuevamente Salta, el brigadier Pezuela resolviese tomarla prisionera y, buscando darle un castigo que sirviera además para amedrentar a las demás “bomberas”, condenarla a muerte. En su caso, por su condición de mujer, no la mandó a fusilar, sino a “emparedar”: la encerró en una habitación de su propia casa y ordenó tapiar todas las ventanas y puertas. Un cruel confinamiento que la condenaba a morir de hambre y de sed, y que la llevó a ser conocida como “la emparedada”. 

Juana Gabriela pudo salvarse de una muerte segura gracias a sus vecinos, que pese a que eran realistas se apiadaron de ella y abrieron un hueco en una pared intermedia por donde le pasaron alimentos y agua.

Cuando los invasores fueron expulsados de Salta por las tropas de Güemes, Juana Gabriela fue liberada, pero en lugar de asustarse por el castigo recibido, durante las sucesivas invasiones continuó complicándole la vida al enemigo, operando como espía en apoyo a la guerra gaucha. Vestida de gaucho o de viajera, pasaba a caballo de Salta a Orán o a Jujuy, para llevar y traer mensajes y noticias entre las fuerzas insurgentes que estaban dispersas por el territorio.

Después de la derrota de Sipe Sipe y ante la demora del general Juan Antonio Álvarez de Arenales y su ejército en llegar a Salta, esta valiente bombera se disfrazó de coya y se aventuró por valles y quebradas hasta que pudo dar con su paradero y aliviar la incertidumbre de los patriotas salteños, que habían sido nuevamente invadidos por los realistas.

Consolidada la independencia, en 1853 Juana Gabriela integró un grupo de damas salteñas que, reivindicando sus derechos, se dirigió al gobierno “lamentando la postergación a que se relega al sexo femenino al no permitírseles jurar la Constitución Nacional”.  

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