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Leguizamón y Castilla

Ilustración: Pini Arpino

Seguramente después de Gardel y Lepera, uno de los dúos más mentados es el que conformaron como autores Gustavo “Cuchi” Leguizamón y Manuel J. Castilla, dos enormes exponentes de nuestro folklore. 

Manuel nació en la estación Cerrillos, Salta, en agosto de 1918. Fue poeta, escritor y periodista. El paisaje salteño y su gente fueron su principal inspiración. Allá por los años 40 fundó con amigos poetas el grupo La Carpa. Entre empanadas y vinos podían escucharse los poemas de Raúl Galán, Julio Ardiles Gray y Sara San Martín de Dávalos. Mientras se ganaba la vida como periodista de El Intransigente y Salta, su sensibilidad poética recorría las alegrías y tristezas de su gente, inmortalizando seres hasta entonces anónimos como Eulogia Tapia –que pasaría a la historia como La Pomeña–, Yolanda Pérez –la “niña” de la zamba de Lozano– o el generoso panadero don Juan Riera, “que a los pobres les dejaba de noche la puerta abierta”. Castilla recibió innumerables distinciones, como el Premio Regional de Poesía del Norte, el premio Juan Carlos Dávalos por su libro Norte adentro y el premio del Fondo Nacional de las Artes por Bajo las lentas nubes, el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1973) y el Primer Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Educación y Cultura de la Nación. 

Gustavo “Cuchi” Leguizamón nació en Salta en 1917. Cuando apenas tenía dos años enfermó de sarampión. Su padre, para mitigar los dolores y achicar el tiempo, le regaló una quena. Cuentan que a los pocos meses tocaba pasajes de El barbero de Sevilla con el instrumento típico de nuestro norte. Después vinieron la guitarra y el bombo, era el lento camino para llegar a su pasión por el piano, que nunca abandonó, ni siquiera en aquellos años en los que estudió Derecho y se recibió de abogado en La Plata. No dejó cosa por hacer: ejerció como profesor de Historia y Derecho, abrió su estudio jurídico y hasta fue diputado provincial, pero a los 30 rumbió definitivamente para el lado de su pasión, la música popular. 

En los 40 conoció a Castilla y nació esta dupla inolvidable. En alguna noche salteña fueron felizmente a parar a lo de Balderrama, aquel boliche que habían abierto, allá por 1954, los tres hijos de Antonio y Remigia, que se convirtió en una peña legendaria. También juntos recorrieron Jujuy en busca de un mítico asador, el hachero chileno Maturana, gran cantor, como se sabe, que sangraba antes que el quebracho que iba a voltear, como dice Castilla. Quién no hubiese querido acompañar al poeta y al músico en esas recorridas casi antropológicas, de admiración por la gente de la tierra como Leoncia Santos Farfán, la “Cantora de Yala”, nada más ni nada menos que una pastora de cabras y ovejas que enviudó muy joven y tuvo que criar a sus tres hijas. Esa es la gente que protagoniza estas maravillosas composiciones, con la musicalidad poética de Castilla, gran observador y “escuchador” como le gustaba definirse, y la música maravillosa del Cuchi, gran admirador de los mejores jazzeros y los grandes de la música clásica, que no se cansaba de pedir como su amigo y colega Enrique el Mono Villegas “al gran pueblo argentino… pianos”. La zamba del pañuelo, Lloraré, Me voy quedando, Carnavalito del duende y Canción del que no hace nada son algunas otras maravillas de este dúo que llevó al folklore argentino a su más alto nivel. 

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