La palabra bullying designa situaciones de sufrimiento por acoso entre alumnos.
Fue utilizada por primera vez en 1973 por el psicólogo Dan Olweus para nombrar la violencia en el ámbito escolar; aunque el uso masivo de redes sociales excede el perímetro del colegio.
Para definir auténtico acoso escolar deben ocurrir conductas intimidatorias o violentas, ejercidas de manera reiterada, con intención y hacia un mismo destinatario.
Por ello, nombrar bullying a burlas aisladas –esperables entre niños y adolescentes– conlleva el riesgo de banalizar el concepto.
Las víctimas del fenómeno son varias: el acosado (usualmente susceptible), el acosador (en su mayoría repetidores de conductas aprendidas), los testigos (terceros activos que agitan) y la propia institución educativa, muchas de ellas convertidas hoy en árbitros de las diferentes formas de fragilidad infantil y adolescente.
Es fácil comprender que las extensas jornadas escolares facilitan la aparición de rasgos personales en los que germina bullying: baja autoestima en algunos, agresividad en otros y entretenimiento en una mayoría.
Así, los educadores se enfrentan con el desafío de diferenciar entre auténticas situaciones de acoso y desacuerdos habituales entre personas en constante cambio.
¿Más acoso o más palabra circulante?
Los colegios han sido siempre territorio propicio para que los chicos molesten, comparen y se burlen de otros; son sus naturales ensayos de convivencia.
Alumnos fastidiosos y alumnos fastidiados hubo desde que existen instituciones que los convocan. También, terceros deseosos de presenciar conflictos.
Lo novedoso es el aumento de la sensibilidad de muchos escolares que interpretan como bullying gestos que no siempre son agresivos.
Esta mayor fragilidad suele ser producto de la generalizada crianza complaciente, permisiva y con fronteras de convivencia poco delimitadas, a cargo de muchos mayores.
Abundan niños o niñas que piden auxilio por “bullying” al primer empujón en la fila, al segundo tincazo en la oreja o a algún comentario aislado sobre su altura, peso o uso de anteojos.
Esto genera un exceso de circulación de la palabra, confundiendo a quienes deben mediar y quedan carentes de buenos diagnósticos para juzgar cada situación.
“Nombrar bullying a burlas aisladas conlleva el riesgo de banalizar el concepto”.
En tales casos, es posible equivocarse y perder la valiosa oportunidad de desactivar situaciones de genuino bullying, con las penosas consecuencias que provoca.
Como en toda circunstancia educativa, la prevención requiere adultos responsables desde el mismo inicio.
Padres y madres disponibles como autoridades y protagonistas de la formación inicial, que siembren en sus hijos la solidez necesaria para enfrentar eventuales bromas, insultos o agresiones sin que estas sean percibidas como gestos dañinos.
Personas que eviten entrenar a sus hijos (a veces sin intención) como eventuales acosadores.
Mayores que no estimulen el deseo de niños o niñas de presenciar espectáculos de acoso.
Según el lingüista Noam Chomsky, las instituciones no deberían seguir siendo escenarios de la (des)educación familiar. Si se comprende tal concepto en su profundidad, muchos casos de bullying podrían resolverse si al colegio ingresaran estudiantes ya educados.