“Me asustan las minúsculas”, confiesa un niño de segundo grado, y así devela la causa de su insomnio.
“¿Todos se van a morir?”, pregunta una niña que perdió a dos abuelos este invierno y desde entonces moja la cama. “La vida es oscura”, repite un adolescente mientras reconoce que nunca se conectó con el colegio.
Durante este segundo año de pandemia, niños y niñas de toda edad siguen percibiendo amenazas que los enferman. Algunos miedos son reales; otros imaginados, pero los viven con idéntica angustia.
Les atemoriza el virus, ver sufrir a familiares, la violencia en directo o en las pantallas, las marchas y los retrocesos de la escuela… todas amenazas que exceden su capacidad para procesarlas.
¿Cómo responde el cuerpo a tanto estímulo? Adoptando el estado de alerta.
Ante el peligro (o su inminencia), se activan mecanismos fisiológicos para la defensa o la huida. Respuestas que, codificadas en los genes, son mediadas por sustancias químicas que producen tensión muscular, aceleran los latidos, alteran la respiración, dilatan las pupilas y hasta hacen que la piel se erice.
En resumida versión, es una actitud de protección frente a amenazas breves, como el ladrido imprevisto de un perro o una súbita frenada del ómnibus.
Como toda respuesta fisiológica, es normal en tanto ocurra esporádicamente, pero cuando la percepción de amenazas es constante, los mecanismos fisiológicos quedan activados.
“Hay que rescatar a chicos y chicas de su condición de alarma constante”
Es entonces cuando surgen los síntomas. El miedo al virus, a las pérdidas o a la inseguridad se convierte en ansiedad; la hipervigilancia, en insomnio; y la rumiación de ideas de peligro, en accidentes.
Si la situación se prolonga, las hormonas “de alerta” (el cortisol es la principal) suman trastornos físicos severos, como aumento de la grasa corporal (sobrepeso), de azúcar en sangre (tendencia a diabetes) y pobre respuesta inmune (aumentan las infecciones). ¡En niños!
Aunque no se vislumbre un final de la pandemia, es necesario transmitir que se dispone de recursos para enfrentarla. En un tiempo sorprendentemente corto se desarrollaron vacunas y medicamentos efectivos contra un virus desconocido hasta hace 20 meses.
Cada adulto vinculado a la niñez debería saberlo e intervenir en consecuencia, para rescatar a chicos y chicas de su condición de alarma constante, que los enferma de manera inédita.
Por su lado, ellos pertenecen a una generación consciente de la fragilidad cotidiana, por lo que ejercen un peligroso pragmatismo con el que naturalizan los síntomas. Y peor que vivir en alerta es considerar eso normal.
No hay sugerencias comunes a todos, cada uno es un universo, pero sí hay valiosas propuestas generales, como sorprenderlos haciéndoles saber que la infelicidad forma parte ineludible de la vida.
Explicarles que cuando esto termine, el disfrute de las pequeñas cosas será mayor. Que las minúsculas podrían ser aprendidas más adelante, para poder dormir mejor.
Que no todos van a morir, porque las segundas dosis llegarán a tiempo. Y eso ayudará para algo más que dejar de mojar la cama.
Y que siempre es posible encontrar luz cuando la vida solo muestra oscuridad. Para que aquellos desanimados levanten la mirada, porque solo hacia adelante está la salida.