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Un rey inca

A fines de marzo de 1816 había comenzado a sesionar el Congreso de Tucumán, y hacia allí se trasladó Manuel Belgrano. Tres días antes de la Declaración de Independencia y en el momento de discutir la forma de gobierno, se sumó a la opinión de la mayoría de los diputados que proponían la monarquía. Sin embargo, sugirió –a partir de su tan reciente como frustrante experiencia europea– no buscar príncipes en el Viejo Continente, sino entregarle el trono a un descendiente de los incas como forma de reparar las injusticias cometidas por los conquistadores contra las culturas americanas y como acción estratégica para promover apoyos en zonas como el Alto Perú, en las que no pocos de sus habitantes, en su mayoría indígenas, se habían mostrado esquivos, hostiles o justificadamente desconfiados de los verdaderos propósitos de la revolución proclamada. 

Belgrano aprovechó la ocasión que se le brindaba de dirigirse al Congreso para, en la misma línea que su amigo y compañero San Martín, animar a los diputados a tomar la decisión de declarar finalmente la independencia.

La propuesta de Belgrano, apoyada por San Martín y Güemes, no fue escuchada. Incluso algunos diputados, como el porteño Tomás Manuel de Anchorena, a quien Manuel consideraba su amigo, se burlaron acusándolo de querer coronar a un rey “de la casta de los chocolates”. 

“La propuesta de Belgrano, apoyada por San Martín y Güemes, no fue escuchada”.

Lo que a los hombres que mandaban en las Provincias Unidas –dispuestos a traer a toda costa un príncipe europeo para coronarlo en el Río de la Plata– les parecía “exótico” estaba en realidad planteado desde los inicios mismos de la lucha independentista sudamericana. Francisco de Miranda, en el proyecto constitucional redactado en 1798 para su ambicionada “Colombia”, que debía abarcar desde el río Misisipi hasta el cabo de Hornos, proponía establecer una monarquía constitucional, regida por un inca hereditario, una solución similar a la planteada por Belgrano.

Hoy puede chocarnos que hombres como Belgrano o San Martín, que desde la infancia asociamos a las ideas de libertad e independencia, se manifestasen abiertamente monárquicos y no tuviesen confianza en el sistema republicano. Pero no debemos olvidar que eran hombres formados en las ideas de la Ilustración de fines del siglo XVIII y que, siguiendo el pensamiento de Montesquieu, veían en la monarquía parlamentaria británica el modelo de organización que equilibrase los poderes públicos y asegurase las libertades civiles y el orden. Los mismos revolucionarios franceses, en 1791, habían intentado ese camino, antes de que Luis XVI se aliase con los enemigos de su país para reimplantar el absolutismo. Como “ilustrados”, por otra parte, estaban siempre temerosos de los “desbordes del populacho”, y negar ese límite de sus ideas políticas sería tergiversar su pensamiento. En todo caso, el respeto que siguen mereciendo se debe, ante todo, a la honestidad con que sostenían esas ideas –no en beneficio personal o de la “casta de mandones”– y a que, en su accionar, solían sobrepasar esos límites, con medidas mucho más democráticas y por “la felicidad de los pueblos” que la mayoría de sus contemporáneos. 

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