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Lactancia en duda

Numerosas reuniones científicas y de divulgación siguen organizándose en todo el mundo a fin de promover la lactancia natural. 

Resulta curioso, ya que nada parecido ocurre con la importancia de respirar o de latir para mantener la vida.

¿Por qué entonces el alimento humano esencial debe ser defendido con tanto ahínco y constancia?  

La historia reciente ofrece pistas para responder con argumentos sencillos y fisiológicos.

En la década de 1950, la industria farmacéutica estimó que podría obtener altos dividendos económicos si organizaba una campaña para la sustitución de la leche materna por fórmulas artificiales. 

La propuesta era por demás oportuna, ya que ofrecía una práctica solución a la incorporación masiva de la mujer-madre al circuito laboral. 

En la mayoría de las familias norteamericanas la noticia fue recibida con júbilo. Las mujeres podrían cumplir con sus obligaciones y los bebés recibirían preparados químicos de “alta eficacia”. Además, en concordancia con los conceptos médicos vigentes, las fórmulas contaron con un decidido apoyo de pediatras referentes.

Con toda la estructura publicitaria a favor, el proyecto avanzó. 

Entre 1950 y 1970, la lactancia natural en el hemisferio norte se redujo de 70 por ciento a menos del 20 por ciento, por lo que la siguiente etapa de planificación comercial se enfocó en Latinoamérica. 

Llevó poco tiempo para que los biberones destronaran el hasta entonces arraigado hábito de amamantar, al tiempo que circulaban numerosas publicaciones científicas en las que se exhibían las “deficiencias” de la leche humana en comparación con las fórmulas comerciales “enriquecidas con vitaminas y minerales”.

“¿Por qué entonces el alimento humano esencial debe ser defendido con tanto ahínco?”.

De manera dramática se puso en peligro el apego inicial entre madres e hijos, un vínculo fundante para una crianza sana. 

Pero ocurrió algo inesperado. A partir de la difusión de fórmulas lácteas en el continente africano, surgieron enfermedades y muertes infantiles debidas a la falta de agua potable para preparar los biberones. 

La fuerte reacción popular por la tragedia no se hizo esperar. En 1974 la organización no gubernamental británica War on Want publicó el libro The Baby Killer (Nestlé mata bebés, en su versión en español), en el que atribuía la responsabilidad a la principal empresa multinacional de alimentación. 

Luego de un breve estudio, la respuesta judicial fue escueta: “Nestlé es inocente. En los tarros de leche en polvo estaba descrito cómo usarla, y la compañía no responde al hecho de que las madres no supieran leer ni se dieran cuenta de las consecuencias de un uso inadecuado de ella”. 

La disputa concluyó con la rápida condena de War on Want por calumnia, con una multa simbólica de 300 francos suizos. El conflicto había finalizado solo en los tribunales, ya que una multitud de personas convencidas del nefasto perjuicio que conllevaba el negocio organizó un boicot mundial contra la empresa. 

Han transcurrido 50 años y continúan las embestidas de quienes ganan dinero negando una de las funciones humanas elementales para la vida.

No obstante, el sentido común ha ganado la contienda. Gracias a una firme conciencia sobre la función de la lactancia y a pesar de las obligaciones laborales, pocas madres dudan. Y lo agradecen. 

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