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Siempre me ha llamado la atención el hecho de que nuestra sociedad, que demuestra escaso interés por el esfuerzo que requiere el aprendizaje en el ámbito escolar, no solo justifica sino que alienta el exigente entrenamiento de los deportistas o, por ejemplo, las agotadoras horas de práctica que demanda el dominio de un instrumento musical. A nadie se le ocurriría argumentar que los futbolistas deberían encontrar una manera “divertida” de entrenarse o que sería mejor que una pianista dedicara menos tiempo a adquirir las destrezas que requiere su arte. 

Hace poco encontré casualmente en un diario español un artículo que, bajo el título de “Deporte y escuela”, planteaba esa cuestión. Su autor, Daniel Capó, se pregunta: “¿Por qué no educamos con una intensidad similar a la de las escuelas deportivas? La semana pasada me entretuve viendo cómo unos chavales entrenaban en una cancha de tenis. El monitor les corregía un golpe tras otro, buscando algo parecido a la perfección. Admiré la disciplina y me di cuenta de que, sin el pulido final del esfuerzo, ni siquiera el talento basta para brillar… Al verlos entrenar pensé en nuestras escuelas y en las modas educativas que se van imponiendo”. Evoca luego un intercambio entre el filósofo francés Remi Brague y su colega Rüdiger Safranski durante el cual el primero reconocía pertenecer a una “generación repugnante” debido al olvido de la tradición cultural, al abandono del latín y el griego, la historia y la literatura, el arte y la religión que se produjo durante la segunda mitad del siglo 20. Esa herencia cultural ha sido sustituida por la omnipresente apelación a la empatía, a la educación emocional, al trabajo grupal y a las inteligencias múltiples.

“No basta con la empatía, es preciso que se sientan desafiados para mostrar lo mejor de lo que son capaces”.

Esos conceptos, cuyo contenido real es difuso, suenan muy bien a los oídos contemporáneos y a ellos se recurre para justificar el desierto cultural en el que se está convirtiendo la experiencia escolar. Nada que suene a esfuerzo y a conocimiento concreto es bien visto, y, a diferencia de los ejemplos del deporte y el arte que comentamos al comienzo, parecería que no es necesario compromiso personal alguno para adquirir las complejas herramientas intelectuales que permiten la construcción de la persona y resultan esenciales para elaborar una visión del mundo. Comprender lo que se lee o desarrollar la capacidad de abstracción a la que invita la matemática son tareas muy complejas que requieren tanta práctica como ejecutar un buen tiro libre en el fútbol o interpretar un tema musical.

Es obvio que todos los niños quieren saberse queridos, pero el negarles la oportunidad de acceder al rico patrimonio cultural al que tienen legítimo derecho no es quererlos. No basta con la empatía, es preciso que se sientan desafiados para mostrar lo mejor de lo que son capaces. Eso es lo que les sucede a los deportistas y a los artistas con el beneplácito general. 

Recurro para concluir al mismo interrogante con el que lo hace Capó: “¿Por qué lo que funciona en el deporte (o en los conservatorios) no se hace en los colegios? Por supuesto que daría resultados. Pero, por motivos inexplicables, no interesa recuperar el esfuerzo y prefieren el sucedáneo gaseoso de una empatía dañina por inerte y hueca”. 

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