Cada vez que se habla de educación, se menciona el hecho de que formamos a las nuevas generaciones para un mundo que desconocemos. Inmediatamente se enumeran las competencias que, según imaginamos, demandará ese indefinido futuro. En verdad, en todas las épocas se educó para una realidad por venir que era desconocida. Si bien es innegable que los cambios se han acelerado vertiginosamente, el mundo ha estado siempre en mutación.
En su provocativo libro La escuela no es un parque de atracciones, el profesor español Gregorio Luri recurre a un demostrativo ejemplo: “Pensemos un momento en la experiencia vital de un niño de Nueva York que tuviera 14 años de edad en 1880. Vivía en una ciudad compleja, dinámica y en constante crecimiento demográfico, pero no se imaginaba la posibilidad de viajar en metro o en automóvil, se hubiera quedado atónito ante alguien que le hubiese hablado de la posibilidad de poseer luz eléctrica en casa y, desde luego, apenas concebía edificios un poco más altos que las iglesias. Sin embargo, 35 años después, cuando cumplió los 49, su mundo se había transformado de arriba abajo. La ciudad disponía de una red de metro, por las calles circulaban automóviles, los rascacielos empequeñecían las iglesias, las noches de Broadway (῾The Great White Way’) estaban iluminadas con cientos de bombillas, en las casas había luz eléctrica y comenzaban a instalarse frigoríficos, gramófonos y aire acondicionado. Ni el cielo permanecía inmutable. Cada vez lo surcaban más aviones. En su mundo laboral se había producido una revolución con la instalación de las cadenas de montaje. Y, sin embargo, esta persona se fue adaptando bien a las nuevas circunstancias”.
Una experiencia similar hemos tenido las personas mayores que continuamos activas en el mundo actual, diametralmente diferente a aquel en el que nos educamos. Pero eso no nos impidió adaptarnos al nuevo contexto. Es más, hemos sido los responsables de concebirlo y de crearlo. Los grandes avances de los que hoy nos beneficiamos son el producto de personas que recibieron esa educación que tanto se cuestiona.
“EN VERDAD, EN TODAS LAS ÉPOCAS SE EDUCÓ PARA UNA REALIDAD POR VENIR QUE ERA DESCONOCIDA”.
A propósito de esas generaciones educadas con anterioridad, se pregunta Luri: “¿Cómo han sabido adaptarse a sus sucesivos presentes?, ¿dónde han adquirido las competencias necesarias para ir adaptándose a lo nuevo?”. Y se responde: “La escuela a la que asistían estaba preocupada por el conocimiento, no por las competencias del siglo XXI”. La experiencia demuestra que la mejor respuesta ante el siempre presente desafío del futuro es más y no menos conocimiento sólido y concreto. Es convincente la evidencia empírica que vincula estrechamente la productividad de un país con el rendimiento de sus jóvenes en disciplinas como la comprensión lectora, la matemática y las ciencias.
Lamentablemente no basta con que la abrumadora información disponible esté fuera de las personas. Es preciso que estas la conozcan y que puedan procesarla con rigor. En palabras simples, que sepan algo y que sepan qué hacer con lo que saben. Por eso, en vez de detenernos a anticipar vagas competencias para un futuro desconocido, volvamos a enseñar a nuestros jóvenes para que puedan imaginarlo y concretarlo.