Ilustración: Pini Arpino
Desde aquel monje pastor etíope llamado Kaldi, que asombrado por el cambio de hábito de sus cabras tras comer unos extraños frutos que crecían en un monte dedujo que algo novedoso e interesante había allí, hasta el presente, ha corrido mucho café. Un alimento sólido que convertido en infusión fue ganando las voluntades de sus consumidores, manteniéndolos despiertos, atentos y, en principio, alejados de los vicios, hasta convertirse también él en uno de ellos y caer bajo ciertas prohibiciones islámicas.
Tras las cruzadas, los comerciantes italianos serán los primeros en Occidente en notar sus ventajas y potencialidad económica, instalando allí, entre los canales, los primeros “cafés”. La bebida ganará rápidamente el mercado inglés, y los patrones, pensando en el aumento de la productividad y no en reconfortar a sus obreros, lo proveerán gratuitamente en las fábricas de la Revolución Industrial. Se desatará entonces una fuerte competencia entre holandeses, franceses e ingleses por el control de la producción y comercialización del café. Hay historias novelescas, como la de la llegada del café a Martinica, la guerra entre la achicoria y el café, o los efectos mucho más que económicos de su cultivo en Haití y la lucha de la Coca-Cola y la Pepsi contra el café, con amplias campañas en la prensa demonizándolo.
El consumo de café se popularizó entre nosotros a fines del siglo XVIII con el Café de los Catalanes, y a principios del siglo XIX con el Café de Marco –ubicado frente al Colegio de San Carlos, actual Nacional Buenos Aires– y el Café de la Victoria, en una de las esquinas de la Plaza de la Victoria, la Plaza de Mayo de nuestros días. Aquellos cafés pioneros fueron centros de agitadas reuniones políticas. El de Marco era algo así como la sede de los morenistas, allí se pergeñaron las estrategias revolucionarias y allí nació la Sociedad Patriótica promovida por el tucumano Bernardo de Monteagudo. El Café de la Victoria fue el lugar elegido para festejar el triunfo contra los ingleses en 1806 y 1807, la victoria de los patriotas en el Cabildo del 22 de mayo y la formación del nuevo gobierno el 25 de mayo de 1810. Desde entonces, los cafés proliferaron y nacieron algunos notables como el Tortoni, que tomaba su nombre de un célebre establecimiento del Boulevard de los Italianos de París. A principios del siglo XX nació allí, bajo el impulso de Benito Quinquela Martín, la famosa Peña del Tortoni, que supo reunir a visitantes ilustres con lo más notable de la bohemia porteña. Por allí pasaron, entre otros tantos, Pablo Neruda, Federico García Lorca, David Siqueiros confraternizando con Alfonsina Storni, Carlos Gardel, Natalio Botana, su mujer Salvadora Medina Onrubia, Jorge Luis Borges y los hermanos Tuñón. En los años 60 se juntaban en sus marmoladas mesas los promotores de la revista El Escarabajo de Oro, encabezados por Abelardo Castillo. El Molino concentró frente al Congreso la actividad parlamentaria, y entre sus paredes nacieron y murieron proyectos de ley y candidaturas. Entre los 50 y los 60 nació la bohemia “correntina”, ubicada en la avenida Corrientes entre Callao y Uruguay, con lugares emblemáticos como La Ópera, La Paz, el Ramos y La Giralda, paso obligado antes o después del teatro, el cine y el infaltable recorrido por las librerías.