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Borges, el memorioso

ILUSTRACIÓN: PINI ARPINO.

Seguramente se ha escrito más sobre Jorge Luis Borges que todo lo que el propio autor de Las ruinas circulares soñó soñar entre sus ficciones y realidades atemporales. 

Don Jorge Luis jugaba con sus apologistas y detractores. Hubo entre Borges y el país una extraña relación de amor y desamor. Retrató como pocos a los personajes de los sectores populares: gauchos, cuchilleros, chinas, muchachas “fabriqueras” como Emma Zunz y el propio Martín Fierro. Y a la vez se sintió ajeno a esa argentinidad que era, también, en su universal literatura fantástica, la base, el escenario y el marco de gran parte de sus relatos. En su anarquismo liberal, heredado de su padre, rechazaba lo patriótico y su relato. Escribió alguna vez: “La asidua reverencia que nuestras escuelas dedican a la historia argentina ha servido para borrarla o, mejor dicho, para simplificarla y endurecerla curiosamente. Las Invasiones Inglesas, la Revolución de 1810, la Guerra de la Independencia, las otras guerras, la larga sombra de la primera dictadura, las anteriores y ulteriores contiendas civiles y la Conquista del Desierto han dejado de ser hechos humanos; son las bolillas de un programa o los capítulos de un libro de texto. Los días han decaído en aniversarios o en sesquicentenarios, los hombres que vivieron en próceres, los próceres en calles y en mármoles. Nuestra historia es un frígido museo. No la sentimos o la sentimos de manera elegíaca”.

La Argentina, esa entelequia casi borgeana a pesar de Borges, quizás se vengó de su crítico no dándole el lugar que merecía, condicionando el reconocimiento a sus extraordinarios valores literarios, a sus polémicas opiniones políticas.

Borges atribuía esta ingratitud a algo que no perdonaba en nadie: la falta de imaginación que a él le sobraba y derivaba de allí alguna de las causas de nuestros ancestrales males. Escribía: “Más grave que la falta de imaginación es la falta de sentido moral. Un americano, imbuido de tradición protestante, se preguntará en primer término si la acción que le proponen es justa; un argentino, si es lucrativa. Se da, también, una suerte de picardía desinteresada; ante un reglamento, nuestro hombre se pone a conjeturar de qué manera podría burlarlo. Nos cuesta concebir la realidad de las relaciones impersonales. El Estado es impersonal; por consiguiente, no debemos tratarlo con exceso de escrúpulos; por consiguiente, el contrabando y la coima son operaciones que merecen el respeto y, sin duda, la envidia. Anoto sin alegría estas reflexiones. También sin ira; dada mi condición de contemporáneo, es inevitable que me parezca de algún modo a quienes denuncio”.

Borges es ya parte imprescindible de nuestra historia y es casi imposible, luego de leer su Poema conjetural, pensar a Narciso Laprida solo como el escolar presidente del Congreso de Tucumán. Será entonces un Laprida más argentinamente real, muerto en combate, olvidado. 

La fundación de Buenos Aires ya no será sino mítica y según Borges la narra, nada podrán hacer ni don Pedro de Mendoza ni sus memorialistas. Toda la historia cabe en el insomnio de Irineo Funes y gran parte de ella se resume en la historia del traidor y del héroe. 

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