Hace ya varios años, llegué a Córdoba a estudiar. Mi grupo de amigos, por aquellos tiempos, estaba conformado por una gran cantidad de alumnos de Medicina. En esos encuentros, corrían chistes en los que el material gracioso estaba en el paralelismo entre lo académico y lo que se pretendía graficar. Por ejemplo, “Arteria” era el apodo de un muchacho que era flaco y alto.
Esto sucede porque en los grupos hay formas de hablar que les son propias. Y podemos verlo, como en este caso, en un simple encuentro de amigos. Allí se comparten chistes, anécdotas y comentarios en los que una palabra referencia situaciones, contextos o momentos, sin necesidad de relatar toda la historia.
Asimismo, el uso de términos característicos se repite en grupos más grandes. Los adolescentes tienen su jerga (“ATR”: a todo ritmo). Cada conjunto de profesionales, su argot (un periodista “refrita” una noticia cuando vuelve a publicarla con distintos detalles). Las provincias emplean sus regionalismos (los salteños le dirán “churo” a alguien piola). Los países también usan sus palabras o giros distintivos; estas formas reciben el nombre del país más el sufijo “ismo” (empleado para formar sustantivos que representan sistemas, en este caso, del habla): argentinismo (“pibe”), mexicanismo (“padrísimo”: estupendo).
“Empleamos palabras que nacen en un grupo reducido y luego se extienden mundialmente”.
En esta oportunidad, me gustaría que reflexionáramos sobre la palabra “resiliencia”. Este término fue incorporado al Diccionario de la Real Academia Española (RAE) en el año 2014, pero su uso ya era muy extendido entre los hispanoparlantes.
Esta palabra tiene su origen en la física. Es la capacidad de un material para recuperar su estado original cuando ha cesado la perturbación a la que había estado sometido. Por ejemplo: un elástico pierde la forma cuando se lo estira, pero cuando se lo suelta, recupera su estado inicial. Proviene del verbo latino resilire, que significa ‘saltar hacia atrás, rebotar’.
Años más tarde, el psicólogo Michael Rutter tomó este concepto y lo acuñó para las ciencias sociales en 1972. Hizo lo que hacían los chicos de Medicina de los que les hablé al principio. Trasladó una palabra de un campo a otro. En este contexto, “resiliencia” ha pasado a significar la capacidad de una persona para rehacerse ante las adversidades, para salir adelante a pesar de traumas, agresiones, pobreza extrema, etc.
La resiliencia implica dos componentes: la resistencia frente a las adversidades (capacidad para mantenerse entero cuando el hecho traumático ocurre, como el elástico que se estira y no se rompe) y la capacidad de reconstituirse aprendiendo de las crisis, transformando aspectos negativos en nuevas oportunidades y sobrellevando dolores (el elástico que recupera su forma).
En suma, los seres humanos tenemos la necesidad intrínseca de comunicar y de crear. Estamos vivos y nuestra lengua también lo está. Nos movemos y ella también lo hace. De esta manera, empleamos palabras que nacen en un grupo reducido y luego se extienden mundialmente. A veces creamos términos que quedan alojados en el interior del país; otras, en un grupo más pequeño. En este proceso, muchas veces los diccionarios no llegan a actualizarse a tiempo, como pasó con “resiliencia”, que la RAE demoró 42 años en incorporar.