Guillermo Jaim Etcheverry
Médico, científico y académico; rector de la Universidad de Buenos Aires entre 2002 y 2006.
En Twitter: @jaim_etcheverry
Al concluir el año, resulta oportuno reflexionar acerca del desafío que plantea el intentar recuperar nuestra alicaída educación. Ya se ha convertido en un lugar común recurrir a los indicadores de la crisis que atraviesa: la mitad de los niños que comienzan la escuela primaria no completarán el secundario, y la mitad de quienes lo hagan enfrentarán serias dificultades para comprender un texto. Asimismo, dos de cada tres de esos jóvenes no resolverán un simple problema de matemática, poniendo de manifiesto una grave carencia en su capacidad de abstracción.
¿Con qué recursos contamos para lograr que el futuro sea mejor? En primer lugar, es preciso asumir como propias las reiteradas señales de alarma que surgen de los diagnósticos. Efectivamente, como ya lo he comentado en muchas otras oportunidades, si bien la mayoría de los padres estiman que la Argentina atraviesa una seria crisis educativa, no consideran que afecte a sus hijos. Más del 70 por ciento de los padres argentinos está satisfecho con la calidad de la educación que sus hijos reciben, conformidad que comparten quienes pertenecen a los grupos de mayor y de menor nivel socioeconómico, los que envían a sus hijos a escuelas de gestión estatal y privada, y los que tienen hijos cursando la escuela primaria y media. En suma, todos pensamos que son los demás quienes están en situación crítica, ya que, por alguna razón milagrosa, cada uno de nosotros la habría evitado. Hasta que esta actitud no cambie, hasta que no percibamos que todos estamos incluidos en este verdadero desastre social, no cambiará la realidad. De allí el valor de los estudios que nos la revelan.
“Jerarquizar la educación requiere que la sociedad vuelva a valorizar a sus maestros”.
Jerarquizar la educación requiere, entre otras condiciones, que la sociedad vuelva a valorizar a sus maestros. El desinterés por la educación –obviamente no expresado en palabras sino en los hechos– se advierte en el desprestigio de la docencia. ¿Cuántos padres se enorgullecerían hoy si sus hijos les manifestaran su intención de ser maestros? De no recuperarse el respeto social por quienes enseñan –lo que debe traducirse en el salario que reciben por esa tarea– ningún cambio será factible. Es preciso conseguir que los mejores jóvenes consideren la alternativa de desarrollar en la docencia una vida profesional, similar a la que lograrían en otras actividades. Ante las urgencias de la sociedad actual, la vocación ya no basta.
¿Hay esperanza? Depende de nosotros. Las lecciones del pasado ayudan a encontrar el camino. Los argentinos, tanto individual como colectivamente, debemos mucho a la generosa tradición educativa del país. Los padres deberían volver su mirada hacia las escuelas, porque con ellas comparten la obligación de hacer de sus hijos seres humanos. Los niños necesitan ser construidos como personas. Para lograrlo es preciso volver a suscribir el pacto básico de la educación que está hoy gravemente resquebrajado: padres aliados con maestros para educar a los chicos.
Deberíamos, por fin, reconocer que el cambio educativo no pasa por la tan declamada revolución e innovación. Tiene que ver con lo básico: entender lo que se lee, adquirir capacidad de abstracción, ubicarse en tiempo y espacio históricos. Pasa, nada menos, que por volver a enseñar y a aprender.