Felipe Pigna
Historiador, profesor de Historia, escritor; director de la revista Caras y caretas y de elhistoriador.com.ar.
Tras el frustrante encuentro de Guayaquil y la espera en Mendoza de noticias del Perú que no llegaban, finalmente el general se decidió a partir hacia Buenos Aires en una diligencia postal el 20 de noviembre de 1823. El monótono camino activaba sus recuerdos de los días felices de Mendoza, del entusiasmo de aquel pueblo que lo había dado todo por la causa de la liberación. Las noches robadas al escaso sueño y entregadas al amor con su Remedios. El nacimiento de su querida chiquita Mercedes, el Chiche. El día de la partida del Ejército de los Andes, aquella jornada inolvidable. La inmensidad de los Andes. Los días victoriosos. La luminosidad de Valparaíso el día que se hizo al mar la flota libertadora. La fundación de las bibliotecas de Mendoza, Santiago y Lima. El blanco amarillento del paisaje polvoriento muy poco interrumpido por algún verde cada tanto parecía un inmenso pergamino en el que podría verter esas memorias que se había prometido escribir algún día.
Cuando llegó a Buenos Aires a principios de diciembre, hacía cuatro meses que aquella mujer que “lo había mirado para toda la vida” se había ido de este mundo. Ella había sufrido mucho física y psicológicamente. Buenos Aires era la sede principal de los enemigos internos de San Martín y ni los periódicos porteños ni la gente que frecuentaba la casa de los Escalada ahorraban palabras para aquel hombre que se había negado a defender Buenos Aires contra los “bárbaros” del Litoral y la llenaban de chismes sobre la vida privada de su marido en Lima. Le dolió mucho la muerte de su padre, ocurrida el 16 de noviembre de 1821. Los dos años siguientes fueron de espera, de largas cartas, de dolores amargos, de pensar qué sería de su niña y de su José cuando ella ya no estuviera. Murió el 3 de agosto de 1823 en presencia de su madre y en brazos de su sobrina Trinidad De María, quien contaría que sus últimos pensamientos fueron para su amado San Martín.
“El padre no solo de Mercedes, sino de toda una patria, partía hacia un exilio incierto”.
Apenas llegó, José se dirigió a la casa de la familia Escalada y allí se enteró de que estaban en la quinta ubicada en las actuales calles Caseros y Monasterio, donde había fallecido Remedios. No fue bien recibido, particularmente por su suegra, quien demoró el reencuentro con Merceditas algunos días. Finalmente pudo ver a su amada infanta mendocina. Hacía cuatro años que no la veía y pudo reconocer en aquella niña de ocho años rasgos de su madre y un cariño que hablaba por sí solo de que su mujer no le había guardado rencor o por lo menos no se lo había transmitido a la pequeña, que, ante la enfermedad de su madre, había sido criada por su abuela, doña Tomasa, la criada Jesusa y su tía. Al general también lo habían llenado de calumnias y chismes sobre su mujer, le pesaba su larga ausencia, el dejarla partir sola, y esa confirmación en los ojos de la niña le dolía tanto como lo reconfortaba. Unos días después marchó junto a Merceditas hacia el cementerio del norte, hoy Recoleta, donde hizo colocar en la tumba de Remedios una lápida de mármol con la frase: “Aquí descansa Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín”. El padre no solo de Mercedes, sino de toda una patria, partía con su niña hacia un exilio incierto en medio de amenazas e ingratitudes. Moriría ciego y olvidado, cobijado por el cariño de su hija, su yerno y su nieta en Boulogne Sur Mer, un 17 de agosto de 1850, un intempestivo día del verano francés.