Enrique Orchanski
Médico pediatra y neonatólogo, docente universitario, padre de dos hijas; autor de libros sobre familia, infancia y adolescencia.
Hoy elijo caminar hasta el hospital. En una esquina veo dos muchachos; fuman. Más cerca descubro que no son muchachos, son chicos (¿13, 14 años?). Me miran desafiantes, aunque con ojos infantiles. Tienen tiempo y tabaco; no tienen apuro ni colegio.
Más adelante, el tránsito está detenido. Un carro obstruye el paso, acumulando autos y mal humor en los conductores. El carrero y su niña (¿10, 11 años?) doblan y apilan con parsimonia varias cajas de cartón. “¡Apuren!”, grita alguien. Ella lo mira imperturbable; tiene tiempo y tarea; no tiene horarios ni cuadernos.
Restan dos cuadras. En la vidriera de una carnicería pegaron un cartel: “Empleado se necesita; joven y con experiencia”. ¿Experiencia en qué? ¿En carne? ¿En necesitar trabajo? ¿En ser joven? Con pensamientos absurdos como esos llego a destino.
El hospital desborda de personas que, desde el alba, esperan ser atendidas. Todos los chicos parecen estar enfermos; todos los padres, cansados.
“Veinticinco…”, llama un médico con voz monótona.
Veo a dos enfermeras correr agitadas por un pasillo: ¡emergencia! ¿Acaso aquí no son todas?
En un rincón, una madre explica que no tiene dinero para los medicamentos. La médica escucha, pero ya no cuenta con muestras gratis; se disculpa y vuelve a su consultorio, donde le esperan muchos pacientes. La señora toma al hijo de una mano y arroja la receta arrugada a un cesto de basura. Se detiene: falta el certificado para el colegio… ¿tiene que volver a sacar número?
“Treinta y cinco…”, llaman desde otro consultorio.
Un súbito alboroto altera la rutina habitual. Alguien informa que, “lamentablemente, se han suspendido las cirugías programadas debido a falta de insumos”. Un padre levanta la voz. Le explican que el problema les excede y todo vuelve a la calma.
“Pregunten mañana”, dice el informante, y desaparece detrás de la odiosa puerta de quirófanos. Retorna el murmullo de la dócil espera de los que se acostumbraron a no exigir nada.
En el quiosco frente al hospital venden café, criollos y golosinas. Están los que llegaron temprano, los que pasaron la noche despiertos, los que acompañan.
“Esos no sirven”, explica la vendedora (una niña de ¿14, 15 años?) a un señor que intenta pagar con billetes de dos pesos. Él no tiene otros. La vendedora señala una sucursal del banco, “a dos cuadras de acá”. El hombre la mira, no comprende que no lo comprenda, y se retira.
“Un limpiavidrios ofrece su servicio en el semáforo largo; no supera los 12 años”.
Hora de salida; saludo y desando el camino. En la avenida, un limpiavidrios ofrece su servicio en el semáforo largo; no supera los 12 años.
Me mira, sonríe y pide una moneda; pero un automovilista llama y sale disparado: por fin un cliente. El semáforo cambia y los ansiosos tocan bocina. El chico no se altera; tiene paciencia; no tiene reloj ni opción.
Las estadísticas ayudan a entender: el 55 por ciento de los chicos menores de 17 años que viven en suburbios de grandes ciudades sufre “al menos una privación respecto a las siete dimensiones de derechos: vivienda, saneamiento, alimentación, información, salud, educación y estimulación”, según la Encuesta de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (2010-2017).
Aunque basta con caminar unas cuadras para saber cómo están los chicos.